Condename Ayer. Saga Destinos Cruzados

Prólogo

— ¡Arsher! - la voz de mi madre se cuela en mi habitación, supongo desde el pie de la escalera — Arsher Macmillan Te estoy llamando, no hagas que suba a sacarte por el cabello de la cama ya que no pretendo llegar tarde a mi primer día de trabajo – observo la puerta cerrada de mi habitación, creo que muy dentro de mí espero que entre y me saque de la cama.

No sucede, ella no haría eso porque respeta mi privacidad, mi mierda de privacidad.

Nos encontramos en una nueva casa en un estado diferente fuera de la ciudad de California. Suspiro. Supongo que sea la ventaja de ser un oficial Penitenciario en correccionales de menores. De cualquier modo mi humor se encuentra tan negro como los tatuajes que recubren mi piel y siempre estoy enojado.

Sin embargo en este momento decido sacar mi trasero de la cama para asearme, bajar y que en ese trayecto no le produzca a mi madre un infarto por la espera, ya que hoy comienza en un nuevo empleo como ya me lo ha gritado.

Bajo parsimoniosamente la escalera de esta casa que parece más una mansión (regalo de mi abuelo “El ejecutivo importante” que no viene al caso), ataviado con vaqueros, camiseta y sudadera negra; al verme niega con la cabeza y sonríe como si estuviese viendo a ese pequeño niño de ojos marrones y cabello rubio casi blanco desordenado que corría alegre por la playa junto a ella, en el momento en que nos reíamos de todo incluyendo de lo malo. Como si nunca hubiese estado recluido en un puto correccional de Menores con policías psicólogos y psiquiatras por todos lados. En el cual, contrario a recibir servicio educativo de salud, solo hubo: detenciones aislamientos golpes y malos tratos.

— ¿Te importaría dejar de gritar Eleanor? – me mira como si me hubiese salido otra cabeza — ya en este momento los vecinos deben pensar que somos unos dementes ¡Por amor a Cristo! – expreso solemne ante su quijada casi en el suelo.

Observo la cicatriz en su rostro que luce aun rojiza por la palidez de su piel, esa que fue muy amablemente obsequiada por su novio, quién era un maldito abusador y al que mandé sin ningún remordimiento al infierno (ok, todo el remordimiento que pueda tener un niño de doce años con más tamaño de lo normal). Razón por la cual estuve en una prisión de niños.

Hubo mucha controversia entorno a mi caso porque era un menor, dijeron que me juzgarían como adulto, pero al descubrirse por medio de exámenes médicos hechos a mi madre y a mí el abuso, resultó que después de todo fue en defensa propia, solo entonces el tribunal falló a mi favor y me ingresaron en esa “escuela”. Puedo decir que me fue mejor en el momento de cumplir dieciocho años y estuve presentándome para hacer trabajo forzado y servicio comunitario aislado de las personas.

Ahí todo iba bien.

Pero a mi madre se le ocurrió la brillante idea de tener un nuevo comienzo (cosa que no tengo clara si es para mí o para ella) y luego de solicitar el debido permiso para mudarnos de Los Ángeles, se decantó por irnos a Seattle.

¡Sí, a Seattle!

— Si me obedecieras no tendría que hacerte pasar vergüenza – dice en tono serio pero con una preciosa sonrisa — Por cierto ¿No te parece que ir de negro es un poco lúgubre para tu primer día de universidad? – suspiro.

Cada que sonríe (y lo hace frecuentemente), la cicatriz en su rostro se hunde haciendo una especie de línea de expresión desde la comisura izquierda del labio hasta la mandíbula. A mis 20 años no he visto nada más hermoso que la sonrisa de Eleanor Macmillan, hija de un importante empresario y desterrada por tener un hijo delincuente.

— ¡Pero si estoy obedeciéndote! – digo descarado — solo estoy acoplándome a las recomendaciones de mi terapeuta como lo sugeriste. Y ella dice que mi vestimenta puede expresar mi estado de ánimo – esbozo mientras recojo las llaves de la casa, del auto y me dirijo hacia la puerta de la casa.

— ¡Vaya, vaya! - giro para verla subir las manos al cielo de manera teatral y no puedo evitar sonreír — hasta que al fin mi precioso hijo obedece a algo más que sus instintos – la observo juzgando sus palabras y de pronto su rostro se ensombrece dejándome ver la culpa que siente.

Niego, ella no es culpable de nada.

Sin embargo no tengo claro a qué estoy negando y no puedo hacer nada más que acercarme para abrazarla, que sienta como estoy doblegando mi fiereza.

— ¡Gracias por no abandonarme! – no puedo evitar que mi voz salga temblorosa.

— Jamás haría eso, tú eres mi vida, mi razón, mi escuela – una lágrima escapa de mi ojo izquierdo.

— Nunca dudes de tu potencial Eleanor, eres la mejor madre del mundo – la aprieto contra mi pecho con el temor de que mis palabras se las lleve el viento.

— Dudo que así sea mi pequeño rufián, pero gracias, gracias por todo lo que me has dado hasta ahora – las lágrimas se escurren por su hermoso rostro.

— A partir de ahora seré una mejor persona, por ti…

— ¡No por mí, por nosotros! – nos señala a ambos y yo repito sus palabras como un mantra.

— Por nosotros…




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