La lluvia caía de manera torrencial, era demasiado extraño que en el apogeo del verano, donde deberían estar reclamando por el insoportable calor, estuviese lloviendo a cántaros. El agua corría por el parabrisas de manera tan copiosa que los limpiadores –a máxima velocidad–, no lograban hacer su trabajo de forma eficiente; el agitado conductor no era capaz de ver solo un par de metros más adelante de el capó del viejo Nissan que rechinaba a cada frenado.
Steven Morris, conducía a toda velocidad –en realidad a la que le permitía, sin estrellarse, la densa lluvia– por las calles de San Luis, el pequeño poblado en el que había vivido toda su vida, mientras su esposa, en el asiento trasero, no paraba de gritar y sollozar por las seguidas contracciones; su hijo había elegido justo esa noche para llegar al mundo.
—¡Steven! —el grito desgarrador de Evelyn lo hizo pisar con ímpetu el acelerador, y cerrar sus manos alrededor del volante hasta que sus nudillos se hicieron blancos.
—Vamos cariño, aguanta un poco más, nena —la desesperación en su voz era más que evidente; nunca el camino al pequeño hospital se le había hecho tan largo.
Tomó la última curva, solo le faltaba bajar la pendiente y ya estarían en la recta que llevaba directo al hospital, pero las cosas esa noche eran más que extrañas, comenzando por la fuerte lluvia; apenas salió de la curva su auto se detuvo sin ninguna explicación, el corazón le comenzó a latir rápidamente y una ola de terror hacia opresión en su pecho.
—No, no, no... ¡Maldita sea! —golpeó el volante con las palmas de sus manos y trato una y otra vez de hacer que el viejo Nissan arrancara pero lo único que obtenía de él, era el ronroneo del motor tratando de encender.
Movió la cabeza hacia todos lados buscando alguna solución pero la lluvia, que parecía aún más fuerte, no le permitía ver absolutamente nada. De un momento a otro todo fue iluminado por un relámpago seguido por el estruendo de su seguido trueno que daba la sensación, había sonado justo sobre sus cabezas. En ese medio segundo pudo ver lo que había a su alrededor, estaban a sólo unos metros de la entrada a la casa de los McLean, que se encontraba en una cima; si de día esa casa era aterradora, de noche –y con lluvia– era digna de la más espeluznante película de terror.
—¡Ya no puedo más! ¡Ya viene! —intentó una vez más hacer que el auto arrancara y por fin lo logró, pero sabía que su hijo no esperaría a llegar al hospital y aún le faltaban unos diez minutos de camino.
Tragando con fuerza hizo algo que jamás habría hecho en una situación normal. Dobló hacia la derecha y se metió por el angosto camino de grava hacia la antigua mansión estilo colonial. La gran casa, que en sus mejores tiempos debió ser imponente, dejaba notar en sus paredes el paso del tiempo, tal vez de ahí venían la cantidad desorbitante de historias oscuras que se entretejian entorno a ella; su propio padre, contaba más de alguna.
Con el pulso a mil por hora y la respiración agitada por el miedo condujo hasta la entrada, bajó de manera veloz y ayudó a su esposa a subir las ruidosas escaleras que crujían con cada paso, la casa estaba abierta; según lo que había oído, siempre estaba así por que nadie en su sano juicio se atrevía a entrar. Con cuidado llegaron hasta la que era la sala, el lugar estaba más limpio de lo que podría esperarse de una casa abandonada hace más de cincuenta años, los antiguos muebles estaban tapados con sábanas ya grises por el polvo. Evelyn se sostuvo por un momento mientras su marido quitaba las sábanas que cubrían un gran sofá; si en ese momento no se hubiera encontrado con tanto dolor habría admirado la belleza del antiguo mueble. Se recostó y trató de calmarse, su esposo se movía desesperado hasta que logró encender la antigua chimenea de piedra, buscó en el bolso que llevaban, lo necesario para ayudarla y marcó de urgencia a su amigo Darien quien era el médico del pueblo.
—Esta casa me da miedo —susurró en un hilo de voz en cuanto su marido llegó a su lado.
—Y a mi; estoy aterrado. Pero no me puedo arriesgar, no puedo arriesgarme a que les ocurra algo.
Steven dejó un suave beso en los labios de su esposa, quien lanzó un grito apenas él se separó.
Afuera, la lluvia se hacía cada vez más densa, y el cielo tronaba sin parar, derrepente una pesada neblina comenzó a rodear la antigua mansión de los McLean como si de alguna manera quisiese crear un escudo a su alrededor, algo definitivamente extraño sucedía, toda la propiedad entró en un estado de alerta, hasta los árboles que rodeaban lo que en algún tiempo fue el más elegante jardín del condado –pero que ya hace muchos años no florecían– parecían atentos a lo que pasaba dentro de la casa.