Conexión

Capitulo 4

Los días pasaban e Ian no podía parar de pensar en George McLean, veía su imagen una y otra vez, ya había memorizado cada facción de su rostro, los grandes ojos con ese pícaro brillo, la nariz respingada y los labios finos, los pómulos hundidos y el cabello perfectamente peinado, su elegante traje ajustado le daba aires de un gran señor; era extraño ver a un hombre tan joven con ese tipo de vestimenta pero estaba seguro que para la época, eso era lo que estaba de moda. Seguía con la sensación  de verse a si mismo, aunque físicamente el hombre de la imagen y él no se parecían en nada.

Echado de lado en su cama miraba fijamente la fotografía del periódico, esta vez se concentró no sólo en el rostro de ese hombre que le sonreía de vuelta, sino en sus ojos, en los ojos que no podía saber cual era su verdadero color, pero estaba seguro, eran de un color claro, sintió el ya conocido temblor en su cuerpo, como si de una extraña manera estuviese siendo absorbido por ellos, se concentró, dejando su mente en blanco, tratando de ignorar los ruidos del exterior –específicamente, la melodia que salía de la antigua vitrola de su abuelo–, su respiración comenzó a agitarse, pero podía respirar sin mucha dificultad  y por primera vez no estaba sintiendo miedo, sino ansiedad, emoción por descubrir algo, pasó largos minutos en la misma posición pero; nada. Tal parecía que las visiones no eran algo que pudiese controlar y tenerlas cuando él quisiera, ellas venían cuando menos lo esperaba.

Soltó un suspiro y se tendió de espaldas mirando el techo, cómo quería una vida normal, ser como los chicos de su clase, los que últimamente solo pensaban con cierta parte sensible del cuerpo, pero no... él estaba ahí mirando una fotografía de hace más de ochenta años, tratando de contactar mágicamente al hombre en ella para saber por qué diablos no lo dejaba en paz.

—Todo esto es una jodida mierda —. Susurró al vacío de su habitación. Llevó su brazo hasta sus ojos y los cubrió con el, después de unos minutos se quedó dormido.

Por el camino de graba un Ford Buggati tipo 35 se hacía paso hasta la gran mansión, el elegante auto traía al joven McLean, quien había estado fuera por casi cuatro años estudiando en la ciudad. El joven miró embelesado su hogar, no podía creer que había estado tanto tiempo lejos, él amaba ese lugar, su idea de vida siempre había estado arraigado a la casa se sus padres, no se veía viviendo en la ciudad y mucho menos en otro lugar que no fuera esa casa. Estaba ansioso y feliz de volver, pero a la vez se sentía un condenado, ya no tendría escusa para seguir alargando el esperado por todos –menos por él– matrimonio con la hija de uno de los socios de su padre. Esa chica era tan insípida, una completa aburrida que aún con poco más de veinte años ya se quejaba de achaques, no quería ni pensar lo que sería la convivencia con la desagradable chica. Su chófer abrió la puerta y descendió, se tomó unos minutos para impregnar sus pulmones del fresco aire y la esencia a flores del jardín, que la suave brisa traía hasta él, corrió dentro de la casa en cuanto la puerta se abrió, llegó al salón donde sus padres lo esperaban, su madre revisó cada centímetro de su rostro mientras su padre los veía con una sonrisa escondida tras su prominente bigote.

Después de charlar sobre sus aventuras en la ciudad –bueno, las que podía contar a sus progenitores–, se dirigió a su habitación, todo estaba limpio y en orden, respiró profundamente y un extraño perfume llegó hasta sus fosas nasales ¿qué era eso?, buscó por todos lados pero no había nada, ni nadie más en ella ¿de quién era ese olor? Conocía a la perfección el perfume de su madre y este nisiquiera se asemejaba, entonces ¿de quién? Se acercó hasta el balcón y abrió las puertas, el aire fresco se coló llevándose todo rastro de ese extraño perfume que comenzaba a marearlo, posó sus manos en la barandilla y descansó su cuerpo ¡Dios! cómo había extrañado ese lugar, observó los jardines y a lo lejos las caballerizas, más tarde daría un paseo en su caballo.

Un murmullo de risas llamó su atención, un grupo de unas cinco chicas caminaban en dirección a las casas de los empleados, que estaban a unos cuantos metros de las caballerizas. Hijas de los empleados. Lo sabía por los canastos que llevaban en sus manos, algunas con ropa que lavar y otras con provisiones, miró a lo lejos a cada una, no eran la gran cosa, había visto a mujeres más guapas y sobretodo mejor vestidas en la ciudad, una sexta chica corría detrás de las demás que detuvieron su andar para esperarla, su corazón saltó en su pecho, tan fuerte que tuvo que llevar su mano al lugar, nada lo había preparado para semejante visión; era ella. Ese ángel de cabello castaño y ojos verdes que siempre había robado sus pensamientos, estaba hermosa. ¿Cuántos años tendría? ¿Quince, dieciséis? Su cuerpo tembló cuando ella sonrió a sus amigas y les pidió un segundo para recuperar el aliento, iba vestida de la misma manera sencilla y poco esmerada que las demás pero definitivamente ella se veía más hermosa que la más educada y orgullosa chica que había conocido en su tiempo lejos. El grupo se alejó por el camino que llevaba al arroyo detrás del pequeño bosque –seguro a lavar ropa– las siguió con la mirada hasta que se perdieron tras las frondosas copas de los árboles y por fin su corazón comenzó a bajar las pulsaciones.




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