Capítulo 8
Ian se sentó frente a la anciana esperando lo que tenía que decir, quería entender, saber qué demonios era lo que pasaba, sabía que la mejor manera de acabar con todo era enfrentándose a lo que fuese que estaba pasando, entrar a la mansión y hacerle frente a esa cosa que lo perseguía pero primero tenía que saber si podía tener una vida normal, si había algo que estuviera en sus manos para por fin tener paz. De lo contrario, si no había nada que pudiera hacer, por lo menos haría que su familia tuviera tranquilidad.
Sus padres querían que visitara un psicólogo, accedió sólo por hacerlos sentir bien, ellos estaban preocupados por él y los entendía, también entendía el sentimiento de culpa que albergaba su padre por hacer que naciera en esa casa. Ian fingió que todo estaba bien, dejó de contarle sus visiones y sueños a Brad alegando que ya no los tenía, lo cual no era cierto ya que por el contrario, estas iban en aumento, también trató de comportarse lo mejor posible frente a su familia, obviando el sentimiento de angustia que constantemente oprimía su pecho, quería mantenerlos fuera de todo, no había sido capaz de proteger a Anne pero si lo haría con su familia y su mejor amigo.
La mujer miró interrogante a ese joven, no sabía qué hacía ahí, ella se había aislado por años, vivía a las afueras de San Luis pues no quería que nada le recordara a ese pueblo maldecido ya hace tantos años y ahora llegaba ese chico haciendo preguntas que no quería responder. Aún era pequeña cuando todo sucedió, solo tenía siete años pero recordaba todo a la perfección, en su mente, no habían pasado esos casi noventa años.
—¿Quién es usted jovencito? —la anciana se sentía incomoda frente a Ian, había algo en la mirada de ese joven que la ponía nerviosa, algo en su esencia, en su aura que hacía que su piel se pusiera de gallina—. ¿Qué hace aquí? —ese chico no era alguien común, ya hace mucho las historias de los McLean habían sido desviadas agregándole datos ficticios y francamente ridículos pero lo que ese jovencito decía era exactamente lo que había pasado. Al menos las partes que ella conocía.
—Mi nombre es Ian Morris, y como le dije, necesito saber qué pasó con los McLean —Ian estaba seguro que esa mujer no le diría nada, tal como las demás personas con las cuales había hablado le advirtieron—. Señora Aurora, ya le conté todo lo que está pasando conmigo, por favor…, quiero entender —rogó.
Llevaba casi un mes haciendo sus propias averiguaciones, preguntando por aquí y por allá si en todo el pueblo quedaba alguien de los que habían sido empleados de la antigua hacienda, muchos le dijeron que no quedaba nadie, que todos los que alguna vez trabajaron para los McLean ya estaban muertos cosa que no era para nada extraña tomando en cuenta todo el tiempo que había pasado.
Se había encontrado con nietos de antiguos trabajadores que ya contaban con más de sesenta años. Aludiendo que era un trabajo de la escuela logró que le contarán cosas sobre la antigua hacienda, historias que habían sido pasadas de generación en generación a modo de cuentos, hablaron que la familia era la más importante de aquel tiempo en todo el estado, buenas personas que tuvieron un horrible final. De lo que pudo rescatar, entre sucesos y hechos que de lejos se podía saber que eran falsos, fue, que lo que pasó dentro de esa casa fue consecuencia de las malas decisiones tomadas por el hijo de los patrones. El hombre que aparecía en sus sueños había roto el compromiso al que su padre había accedido y eso fue el detonante de la peor de las tragedias. Fueron esas mismas personas las que le hablaron de Aurora O’Brien, una anciana de noventa y tantos años quien vivió en la hacienda cuando aún era una niña.
—Hay algo en ti, algo que no me gusta. Vete de mi casa —ordenó la anciana. Lo miró severamente con sus ojos ya cansados por los años que pesaban en su cuerpo cuando el chico no se movió—. Te dije que te fueras.
—Por favor, solo cuénteme de la familia, de lo que sucedió…, de Helena —un gemido ahogado se escapó de los labios de la anciana al escuchar el nombre de la muchacha. Hace tanto que no oía de Helena, la hermosa chica cuyo único pecado fue enamorarse del joven George—. ¿Quién era ella? —Ian preguntó deprisa al notar el efecto en la anciana.
—La muchacha más bella y más buena que conocí alguna vez —los ojos de la señora Aurora se llenaron de lágrimas—. Helena era la hija del administrador de la hacienda, mayor que yo por diez años. De un corazón tan noble y tan puro que no era capaz de ver la maldad del mundo —Ian se removió en la silla prestando la máxima atención, había logrado que la anciana hablara—, irradiaba felicidad y pureza, tenía unos hermosos ojos verdes, tan verdes como las copas de los árboles y un cabello caoba tan largo que rebasaba su cintura. Amada por todos, no había nadie a quien no le agradara, bueno…, si había alguien…