Capítulo 13
Estaba desesperado, necesitaba verla pero sabía que su padre la tenía encerrada en la casa que ocupaban al otro lado de las caballerizas. Entró en la cocina y vio a la madre de su mariposa acompañada de otra de las empleadas de la casa, le pidió a esta que saliera, la mujer le dio una mirada a la otra antes de obedecer.
La madre de Helena era una mujer aún joven, su mariposa no se parecía físicamente a su madre pero ambas tenían esa candidez en la mirada y compartían esa hermosa sonrisa que podía calmarlo con tan solo aparecer. La mujer se irguió sin aminorarse ante él, debía saber perfectamente de qué quería hablarle así que solo se quedó viéndolo. Le habló, derramó su corazón ante la mujer que conocía hace tantos años, le habló de su amor por Helena en un intento desesperado por no tener que fugarse con ella, sabía que eso iba a quitar parte de la alegría de su mariposa.
Cuando terminó de hablar la mujer no había cambiando la expresión de su rostro, estaba nervioso hasta que ella por fin habló. Le creía, sabía que el amor que declaraba tener por su hija era sincero y verdadero, tanto, como el amor que Helena sentía por él así que estaba dispuesta a ayudarlos, estaba de acuerdo en que debían irse, volver cuando ya fueran marido y mujer, era la única forma en la que el testarudo de su marido le aceptaría, pero al igual que su mariposa estaba asustada. Agradecido prometió que todo saldría bien, ya había comenzado a mover sus influencias para hacer que todo estuviera bien, solo tenía que poder hablar con su amada.
Las visiones se acumulaban en la mente de Ian con cada paso que daba dentro de esa casa, cada habitación por la que pasaba le traía una imagen diferente. Sentía que se volvía loco.
Se recargó en la pared más cercana, justo frente a una puerta de roble que estaba entre abierta, con dificultad dio pasos hasta entrar en la habitación, se encontró con un gran cuarto que por como estaba amueblado se trataba de un estudio, las paredes llenas de estantes con libros y en medio un gran escritorio pero, lo que realmente llamó su atención fue el cuadro detrás de dicho escritorio.
Sus padres. No, los que fueron sus padres en otro tiempo, los miró detenidamente sorprendiéndose de lo que sentía al ver a esas dos personas que nunca había conocido, eran ellos, Anthony y Margaret McLean, una genuina sonrisa se formó en su rostro al darse cuenta de que en cualquier tiempo era afortunado, siempre había tenido los mejores padres que se pudiese pedir. Cerró los ojos y se sintió angustiado por su padre, Steven aún se debatía entre la vida y la muerte en el hospital y él no sería capaz de volver a verlo, Brad tenía razón, lo más probable es que no saliera de esa casa.
Un gran gemido, casi parecido a un gruñido llegó a sus oídos, salió del estudio hasta llegar a la sala y se encontró de frente con quien sería su verdugo esa noche. La silueta del gran hombre era imponente, se veía más nítida de lo que pudo a verlo visto antes, incluso a través de esa niebla oscura que siempre le rodeaba, sus anchos hombros y grandes manos, su cabello largo y gran altura , podía ver con absoluta claridad sus ojos, esos ojos que destilaban el más profundo de los odios lo observaban con fijeza, taladrándolo con lo penetrante de su mirada.
Ian jadeo por la fuerte presión que comenzó a martillar en su cabeza mientras esa mirada de ojos amarillentos aumentaba su intensidad, se llevó las manos hasta las sienes y apretó con fuerza pero el dolor no disminuía, gritó rogando que parara pero ese ser parecía regodearse en su dolor porque una fina mueca parecida a una sonrisa se dibujo en el deformado rostro.
—Te has atrevido a venir. McLean —Ian contuvo el aliento cuando la presión comenzó a ceder, los ojos de esa cosa ya no eran tan brillantes—, has venido a que te mate.
De un momento a otro se vio alzado, con los pies varios centímetros separados del suelo, el espíritu había llegado hasta él tan rápido que no se había dado cuenta del movimiento, mucho menos tuvo opción de escapar, el podrido aliento se colaba en sus fosas nasales haciendo que su estómago se revolviese mientras el aire se escapaba de sus pulmones a cortos suspiros, la mano alrededor de su garganta se lo estaba robando.
—No tenías que volver, si ella no ha vuelto… tú, tu no tenías derecho de hacerlo —susurró antes de lanzarlo por el aire, su espada chocó contra uno de los grandes y antiguos sofás –el mismo en el que había nacido dieciocho años atrás–, gimió de dolor y se llevó las manos hasta la herida –todavía no curada– de su abdomen.