La semana avanzó con una cadencia extraña: rápida en apariencia, lenta en el fondo. Como si el tiempo se estirara y se encogiera a su antojo, obligándolos a saborear cada minuto con una conciencia incómoda y deliciosa.
Para Lala, cada jornada en la oficina era una sucesión de correos urgentes, clientes impacientes y reuniones que parecían diseñadas para poner a prueba la resistencia humana. Tenía la sensación de que todo el mundo caminaba con prisa y que, aun así, nada avanzaba lo suficiente. Sin embargo, en medio del caos, siempre había un resquicio: la vibración del móvil sobre la mesa, esa señal mínima que lograba robarle una sonrisa aunque la sala estuviera cargada de tensión.
A veces bastaba con un mensaje de Martín para transformar su día entero. Una observación absurda sobre el clima, una broma con segundas intenciones o incluso una foto improvisada de su café a medio terminar eran suficientes para que ella, por unos segundos, olvidara las quejas de los clientes o el tono severo de su jefe. Con el café en una mano y el móvil en la otra, Lala encontraba pequeños momentos de alivio en su rutina. Se sorprendía a sí misma esperando sus mensajes con la misma ansiedad con la que aguardaba la primera taza de la mañana: un hábito, un ritual, casi una adicción. Y cuando la pantalla brillaba con su nombre, la sensación era inmediata, como si una corriente le recorriera el cuerpo y la oficina perdiera, de golpe, su grisura.
Martín, mientras tanto, se deslizaba por Madrid con pasos largos, como si la ciudad lo devolviera a un tiempo anterior. Cada esquina parecía tenderle un recuerdo. Las calles empedradas lo enfrentaban con escenas de infancia, los cafés lo transportaban a las tardes adolescentes en las que soñaba con escapar del mundo, y las librerías lo atrapaban con la certeza de que en esas paredes quedaba escrita una parte de su historia personal. Entre reuniones con socios, conversaciones familiares y las visitas constantes a su padre, sentía que la ciudad lo observaba, expectante. Y, sin embargo, cada vez que el móvil vibraba en su bolsillo, el ritmo de la jornada cambiaba.
Los mensajes de Lala se habían convertido en un respiro inesperado. Una bocanada de aire fresco entre las responsabilidades que lo abrumaban. Ella tenía esa habilidad de arrancarle una risa en medio de un momento crítico, de recordarle que existía algo fuera del peso de las expectativas y de las obligaciones. No eran solo palabras: eran un hilo invisible, un puente diminuto que lo mantenía anclado en algo más ligero, más humano, más suyo.
Lo curioso era que, sin proponérselo, habían creado una rutina compartida. Revisaban mensajes en el transporte público, lanzaban bromas durante el desayuno, compartían fotos de cosas aparentemente insignificantes: un cielo plomizo sobre Madrid, el reflejo de las luces en un charco tras la lluvia, una frase absurda escuchada de rebote en la oficina. Lo que para otros serían nimiedades, para ellos era casi un lenguaje propio. Cada fragmento enviado era una manera de decir: pienso en ti, aquí estoy, aunque no lo pronunciaran nunca de manera tan explícita.
Martín había empezado a imaginar la oficina de Lala con más nitidez que la suya propia. La veía, en su mente, rodando los ojos frente a un jefe exigente, o tapándose la boca para reírse de algún chisme compartido por mensaje. Se sorprendía pensando en la forma en que ella podría sostener el móvil mientras escribía, en los gestos que acompañaban cada palabra que le llegaba. Era como reconstruirla pieza a pieza, con los pequeños datos que ella dejaba escapar sin darse cuenta.
Lala, por su parte, pensaba en él con una frecuencia que empezaba a inquietarla. Entre informes interminables y llamadas que parecían no acabar nunca, lo imaginaba sentado en un café, revisando documentos con esa media sonrisa tranquila que tanto la desarmaba. Se preguntaba si, en ese instante, él estaría pensando en ella. A veces, al recibir un mensaje suyo justo cuando lo tenía en mente, sentía una especie de vértigo, como si él pudiera leerle los pensamientos a la distancia.
La cercanía, pese a la distancia que los separaba, se volvía casi física. Y el deseo de verse en persona, aunque ninguno lo dijera abiertamente, crecía como una pregunta muda que se instalaba entre los dos. No era un simple experimento divertido, como a veces fingían bromear. No eran solo mensajes pasajeros para hacer más llevadero el día. Lo que los unía tenía la consistencia de algo que empezaba a tomar forma, algo que exigía presencia, un cara a cara que tarde o temprano dejaría de ser aplazable.
Lala lo sabía. Martín también. Pero ninguno se atrevía todavía a ponerle nombre.
Una noche, mientras la ciudad se iba apagando y el cansancio del día parecía pesar más de la cuenta, el móvil de Mariana vibró. Era Martín:
> Martín: Hoy cené con Tomás y Sofi… ya sabés, los científicos locos detrás de este “experimento”. 🙄 No pararon de hablar de nosotros, y obvio insistieron en que tenemos que vernos en persona. Según ellos, ya es hora de comprobar los resultados en vivo. 😏
> Mariana: Jajaja, qué pesados. Están convencidos de que somos sus conejillos de indias. Igual… capaz tienen razón, ¿no? Digo, por el bien del “experimento científico”, tal vez deberíamos vernos.😉 Seguro que hasta han hecho apuestas. No te fíes, esto es todo un plan maestro.
Martín: Si esto es un experimento… empiezo a sospechar que los científicos no estaban muy equivocados al llevarlo a la práctica
Mariana: No lo niegues, te encanta. Además, ya te avisé: era cuestión de tiempo que cayeras rendido a mis pies. 😌
Martín: ¿Y si te digo que… puede que ya haya ocurrido?
Martín se quedó mirando la pantalla después de enviar su última frase. El corazón le latía con más fuerza de lo que quería admitir. Tenía la sensación de haberse lanzado un poco más de lo que debía, de haberse asomado a un precipicio del que no estaba seguro de cómo bajar. Y, sin embargo, no se arrepentía. Había algo liberador en esa confesión velada, como si al fin se hubiera permitido dar un paso hacia adelante en un terreno que hasta ese momento habían recorrido entre bromas, dobles sentidos y juegos de palabras.