Conexión inesperada

Capítulo 11

El sol del mediodía pegaba fuerte cuando Lala revolvía el armario como si buscara la puerta a Narnia. Ese día no era cualquier día: era el cumpleaños de la abuela Lela, la auténtica jefa de la familia, guardiana de galletas escondidas y frases demoledoras capaces de dejar a cualquiera sentado.

El problema: Lala ya iba tarde. Muy tarde. Y todo porque la noche anterior se había quedado enganchada a una videollamada con Martín, riéndose como dos críos con móvil nuevo.

Mientras intentaba calzarse las zapatillas sin caerse, sonó el móvil. Era su madre.

—¿Dónde estás, Lala? —voz mezcla de preocupación y bronca.
—Ya voy, mamá, tranquila… —dijo mientras buscaba las llaves con una mano y el bolso con la otra—. He tenido un… pequeño desperfecto.
—¿Qué desperfecto?
Silencio. Luego, Lala soltó:
—Digamos que… emocional.
—Ay, hija. Conduce con cuidado, ¿vale? La abuela no para de preguntar por ti.
—Lo prometo. Estoy en camino.

Colgó, arrancó el coche y se lanzó a la carretera. Pero el tráfico parecía en su contra: todos los semáforos en rojo, un peatón que cruzaba como si estuviera de paseo y un tipo que le pitó como si ella fuera culpable de la subida de la gasolina.

Y ahí estaba Lala, sonriendo sola como una tonta al recordar a Martín llamándola “desastre encantador”.

—Muy bien, Lala. Tarde y encima pensando en él. De diez —se dijo, con ironía.

Cuando dobló la esquina de la casa de su abuela, notó el corazón a mil. Aparcó de cualquier manera, se miró en el retrovisor para comprobar el pelo (sin éxito) y respiró hondo antes de salir del coche.

La casa era un hervidero. Desde la calle ya se oían las voces, risas, platos chocando y la radio a todo volumen. Al entrar vio a sus primos corriendo con globos, a su tío discutiendo solo con el presentador del telediario y a su madre en la cocina, con el delantal lleno de salsa.

—¡Por fin! —exclamó su madre con las manos en la cintura—. Pensé que ibas a llegar cuando ya estuviéramos repartiendo el café.
—No seas exagerada —dijo Lala, dándole un beso rápido—. Estoy justo a tiempo para el guiso.

Un grito dulce se escuchó desde el salón:
—¡Mi niña!

Ahí estaba la homenajeada: Lela, sentada en su sillón de siempre, rodeada de flores y con un chal de colores que parecía sacado de un mercadillo andaluz. Lala corrió a abrazarla, casi tirándola del sillón.

—¡Feliz cumpleaños, abuela! —rió.
—Gracias, mi vida. Ya pensé que te habías olvidado de mí.
—¿De ti? Ni loca. Olvidarme de ti sería como olvidarme de echar sal al gazpacho.

Lela la miró con esos ojos de rayos X que siempre tenía.
—Tienes los ojos brillantes, Lala. ¿Quién te hace sonreír así?

Ella se sonrojó y se refugió detrás de la mesa de dulces.
—Son los reflejos del sol, abuela. Pura ciencia.

La abuela sonrió con complicidad, como si ya supiera de sobra el secreto.

Entre risas, primos discutiendo por el mando de la tele y el aroma a comida casera, Lala no podía evitar sacar el móvil cada dos por tres. Martín no había escrito aún. Pero la idea de que lo hiciera justo en medio del cumpleaños la tenía de los nervios.

Y pensó, mientras brindaba con toda la familia: “Si algún día presento a Martín, será con la abuela primero. Si sobrevive a sus preguntas, entonces sí es oficial”.

La mesa estaba a reventar: tortilla de patatas recién hecha, bandejas de empanadillas, jamón cortado a mano (con el tío Paco presumiendo de su técnica), y, como siempre, la montaña de croquetas de la abuela, que eran la verdadera atracción de la fiesta. Entre los primos se disputaban la última, como si fuera un partido de tenis.

Lala estaba en plena batalla por una empanadilla cuando el móvil vibró en su bolso. Lo sacó sin pensar y ahí estaba: un mensaje de Martín.

“Aquí TU CHICO reportándose 😘😏”

Y pum, Lala se atragantó con la empanadilla. Tosió como si hubiera tragado arena y, claro, todos la miraron de golpe.

—¿Qué pasa, hija? —preguntó su madre con cara de susto, mientras dejaba a medias el corte del jamón.
—¡Nada, nada! —contestó Lala, roja como un tomate.

Su primo Sergio no perdió la oportunidad:
—Uy, alguien se pone coloradaaaa…

La abuela Lela, desde su sillón, se limitaba a mirarla con esa media sonrisa que decía: ya sé yo de qué va esto, muchacha.

—¿Quién te escribe, Lala? —preguntó su prima Clara, alargando el cuello como una jirafa.
—El banco, seguro. Que me he pasado con el súper. —improvisó ella fatal.

Pero entre el coro de risitas y las miradas de sospecha, Lala agarró el móvil y, con la excusa más cutre del planeta, se levantó de la mesa.

—Voy… voy al baño.

En lugar de eso, salió al jardín, esquivando a los primos que jugaban con globos. Allí, al aire fresco, se dejó caer contra la barandilla y abrió el mensaje de Martín, con una sonrisa imposible de ocultar.

“Pues MI CHICO ha escogido el peor momento para reportarse… estoy rodeada de toda mi familia y casi me da un infarto al ver tu mensaje 😳.”

Envió, suspiró y se rió sola, con esa mezcla de nervios y felicidad que no sabía cómo manejar.
Lala todavía estaba riéndose sola en el jardín cuando el móvil volvió a vibrar. Lo abrió con manos temblorosas.

>Martín: “Espero que tu familia me guarde al menos un trozo de tortilla cuando me presente… aunque, si hay croquetas de por medio, pienso declararme en guerra 😂.”

Lala se llevó la mano a la boca para no soltar la carcajada demasiado fuerte.

>Mariana: “Ni lo sueñes, aquí las croquetas son terreno sagrado. Si quieres una, tendrás que enfrentarte a mis primos. Son como ninjas.”

A los pocos segundos, la respuesta llegó, rápida, como si él también estuviera deseando mantener la charla.

>Martín: “Desafío aceptado. Pero aviso… soy competitivo. No me pienso dejar ganar por unos primos croqueteros 😏.”

Lala negó con la cabeza, divertida, apoyando la frente en el móvil. “Este hombre me va a matar”, pensó, sintiendo cómo el estómago se le revolvía de pura emoción.




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