El timbre del teléfono fijo aún resonaba en el piso cuando Mariana, medio tirada en el sofá con la taza de té en la mano, estiró el brazo para descolgar.
—¿Sí? —contestó distraída, convencida de que sería su madre o Sofi.
Pero entonces escuchó su voz.
—Hola, Mariana…
El mundo se detuvo un segundo. El corazón se le encogió de golpe y, en un movimiento tan torpe como espontáneo, resbaló del sofá. El té casi se derrama, el cojín salió volando y ella terminó en el suelo con un quejido ahogado.
—¡Ay, la madre que me…! —murmuró, intentando recuperar la compostura mientras agarraba el auricular con la otra mano.
—¿Mariana? —preguntó Martín, con un tono preocupado y divertido al mismo tiempo—. ¿Estás bien? Ha sonado como si te hubieras caído por una escalera.
Ella se llevó la mano a la frente, muerta de la risa y de la vergüenza a la vez.
—No, no, tranquila… digo, tranquilo. Solo que… —hizo una pausa, respirando hondo—. Me has pillado desprevenida.
Hubo un silencio breve y cálido al otro lado de la línea.
—Bueno… al menos ya sé que mi voz tiene efectos inmediatos —bromeó Martín, intentando sonar confiado, aunque por dentro seguía nervioso.
Mariana se echó a reír con esa risa contagiosa que siempre le salía cuando se sentía ridícula.
—Pues sí… efecto catástrofe.
Los dos rieron, y el hielo se rompió de golpe.
—¿Qué pasó exactamente con tu móvil? —preguntó Martín, curioso.
Mariana suspiró, poniéndose colorada solo de recordarlo.
—Vale… prométeme que no te vas a reír.
—Lo prometo… aunque no sé si voy a poder cumplirlo.
—Estaba en el cumple de mi abuela, tan tranquila, al borde de la piscina. Y de repente, mis primitos, que son unos trastos, ¡zas! Me dieron un empujón entre los dos. Sin aviso, sin compasión.
Martín parpadeó, conteniendo la risa.
—No me digas que…
—¡Sí! Caí entera, vestido y todo… y, claro, el móvil en el bolsillo. Cuando lo saqué parecía un pez muerto.
Martín soltó una carcajada que no pudo contener.
—¡Pero qué ataque más salvaje! Eso no son primos, son ninjas.
—Ninjas en versión bajita, sí. —Mariana negó con la cabeza, aunque se reía también—. Yo salí empapada, helada, y ellos llorando de la risa como si fuera el mejor momento de su vida.
—Bueno, en su defensa… —añadió Martín con tono juguetón—. Yo también me hubiera reído un poco.
—¡Hombre, gracias! Qué apoyo… —replicó ella, fingiendo indignación.
—Pero tranquila… digo, tranquilo… —corrigió entre risas—. No volveré a dejar el móvil en un bolsillo cuando haya agua cerca.
—Más te vale —contestó Martín, suavizando el tono—. Ese móvil nos ha dado demasiadas cosas buenas como para perderlo de esa manera.
Mariana se quedó un instante en silencio, sonriendo bajito.
—Sí… tienes razón.
Martín todavía reía, pero poco a poco su voz se fue volviendo más suave.
—La verdad… cuando Sofi me dijo que se te había estropeado el móvil, me quedé tranquilo. Pero antes… pensé que habías decidido no contestar más.
Mariana abrió mucho los ojos, sorprendida.
—¿De verdad pensaste eso?
—Sí… —admitió él, rascándose la nuca aunque ella no pudiera verlo—. Me dio un vuelco el estómago. Pensé: “Vale, hasta aquí. Se cansó de mí”. Y no te voy a mentir, me dolió.
Ella sonrió, con un nudo dulce en el pecho.
—Pues no, tonto. Solo tenía un móvil que parecía recién sacado del océano.
Él rió bajito, nervioso.
—Menos mal. Porque… me habría dolido mucho que fuera por otra cosa.
—No seas dramático —susurró ella, aunque le brillaban los ojos—. No se me pasa por la cabeza dejar de hablar contigo.
Hubo un silencio cargado, de esos que parecen decir más que mil palabras.
Martín respiró hondo.
—No sabes lo que significa escuchar eso.
Mariana se acurrucó en el sofá, apretando la manta contra el pecho, con una sonrisa que no podía borrar.
—Pues entonces quédate con esa certeza: sigo aquí. Aunque me caiga en piscinas con vestido y todo.
Martín se rió bajito, y después, en un tono casi susurrado, añadió:
—Y ojalá hubiese estado allí para sacarte del agua.
Mariana sintió que el corazón se le aceleraba, y sin pensarlo, respondió:
—Seguro te hubieras muerto de risa.
Martín se quedó callado un instante, jugando con las palabras en la cabeza.
—¿Sabes qué pensé cuando Sofi me dio tu número fijo?
—¿Qué? —preguntó Mariana, mordiéndose el labio.
—Que estaba demasiado nervioso para marcarlo… y que, si al final me atrevía, era porque merecías el riesgo.
Mariana sintió un cosquilleo en el estómago, de esos que suben y se instalan en la sonrisa.
—Eso suena peligrosamente parecido a una declaración, ¿eh?
Él rió, bajito, con un punto de timidez.
—Puede… o puede que simplemente el experimento se nos fue de las manos.
Ella soltó una carcajada, dejando caer la cabeza contra el respaldo.
—Pues yo diría que el experimento funciona mejor de lo esperado.
Martín suspiró, y aunque quiso sonar despreocupado, le salió casi como un susurro sincero:
—La verdad es que nunca había querido tanto que algo no terminara.
El corazón de Mariana dio un salto. Cerró los ojos un instante, saboreando el silencio cargado entre ellos.
—Entonces —dijo al fin, con voz suave y un guiño en la sonrisa—, no lo terminemos.
Martín se quedó sin palabras, solo sonrió al otro lado de la línea, sabiendo que esa conversación sería imposible de olvidar.
—Te juro que pensé que ya no querías saber nada de mí —confesó Martín, con la voz un poco más baja de lo habitual—. Y todo porque no respondías.
—¡Qué va! —Mariana se llevó la mano a la frente, todavía riéndose nerviosa—. La verdad es que… no podía. Mi móvil se fue directo al agua gracias a mis primitos. Y claro, adiós mensajes.
—Pues yo ya me había hecho un montón de películas —suspiró él, casi en un susurro—. Me veía bloqueado, olvidado…