Las primeras cuadras transcurrieron en un silencio curioso, de esos que no incomodan, sino que hacen cosquillas en el estómago. El murmullo de la ciudad los envolvía, pero entre ellos parecía haber un aire distinto, como si caminaran dentro de una burbuja invisible.
Lala fingía mirar las vidrieras o el cielo que ya empezaba a oscurecerse, pero en realidad sentía el calor de Martín a su lado, a solo unos centímetros. Era demasiado consciente de su altura, de su andar tranquilo, de cómo de vez en cuando bajaba la mirada hacia ella como si quisiera memorizar cada gesto.
Al cruzar una calle, sus manos se rozaron. Fue apenas un instante, un roce mínimo, pero suficiente para que Lala sintiera un chispazo que le recorrió todo el cuerpo.
Martín no apartó la mano enseguida. Dejó que los dedos quedaran lo bastante cerca como para que, con un paso más, volvieran a encontrarse. Y así fue: otra vez, un roce. Esta vez más intencional.
Lala rió nerviosa. —Esto… va a parecer que no sé caminar recto.
Él bajó un poco la cabeza, sonriendo. —Pues a mí me parece que caminas perfectamente.
Ella lo miró de reojo, con las mejillas ardiendo, y decidió cambiar de tema para no delatarse tanto. —Y dime… ¿cómo te estás sintiendo en la empresa? —preguntó, jugando con la correa de su bolso—. Debe de ser raro, ¿no? Estar ahora al frente de todo.
Martín suspiró, como si llevara mucho rato guardándose esa respuesta. —Raro es poco. Es un reto enorme. A veces siento que no me alcanza el día, y otras… bueno, que mi padre aún sigue ahí, vigilando desde algún rincón invisible.
Lala lo miró con ternura. —Tu padre debe estar orgulloso de ti.
Él ladeó la cabeza, pensativo. —Ojalá. No siempre coincidimos en cómo hacer las cosas… pero intento honrar lo que me enseñó.
Caminaron un par de metros en silencio, y esta vez fue ella quien se atrevió a rozar de nuevo su mano. Sus dedos se rozaron una, dos veces, hasta que Martín decidió entrelazarlos con naturalidad.
—¿Sabes? —dijo él, bajando un poco la voz—. Creo que esto, caminar contigo, es lo primero sencillo que me pasa en semanas.
Lala sintió que el corazón le latía en la garganta. Sonrió sin mirarlo de frente, como si esa confesión pudiera volverse demasiado real si lo hacía.
Martín rio suavemente, y durante unos segundos no hizo falta añadir nada más: la calle, las luces encendiéndose a su alrededor, las manos entrelazadas… todo parecía estar en su lugar.
Cuando llegaron a la esquina de la calle de Lala, ambos aminoraron el paso sin darse cuenta. Era como si sus pies se resistieran a aceptar que la caminata tenía un final. Las luces de las farolas parpadeaban tímidamente, iluminando el empedrado húmedo después de la llovizna, y el aire fresco de la noche les rozaba las mejillas.
—Bueno… —dijo Lala, deteniéndose frente al portal de su edificio—. Aquí me quedo.
Martín se detuvo también, muy cerca de ella. La observó con esa calma peligrosa que le era tan natural, como si quisiera retener cada detalle de la escena: el pelo oscuro que caía sobre sus hombros, los ojos brillantes, el gesto un poco nervioso en la boca.
Martín la miró, y durante un instante no respondió. Solo acarició suavemente sus dedos con el pulgar, como si no quisiera soltarlos todavía. —Hasta mañana, entonces.
Ella sonrió, con un leve temblor en los labios. —Hasta mañana.
Se quedaron mirándose más de lo razonable, como dos adolescentes que no saben despedirse. Al final, Lala se obligó a retirar la mano y dar un paso hacia atrás. Pero justo cuando iba a darse la vuelta, Martín la detuvo con un susurro.
—No quiero que este paseo acabe.
Ella lo miró, sorprendida. La sinceridad en sus ojos era tan clara que no había manera de disimularlo.
—Martín… —empezó a decir, con la voz más suave que nunca.
Él dio un paso hacia ella, bajando un poco la cabeza para estar a su altura. —No me malinterpretes… sé que mañana tenemos un día complicado en la oficina, y que debería despedirme aquí, como un caballero… pero la verdad es que ahora mismo solo quiero quedarme contigo un poco más.
El corazón de Lala dio un vuelco. Su instinto fue reír, ligera, para quitarle peso a la confesión. —Menos mal que vives en el siglo XXI… porque si fueras un caballero de otro tiempo, ya me estaría desmayando.
Martín rio suavemente, inclinando un poco la cabeza.
Se quedaron un momento más sin hablar, mirándose. Mariana se balanceaba un poco sobre la punta de los pies, nerviosa, mientras él parecía luchar entre quedarse allí toda la noche o dejarla descansar.
Finalmente, ella dio un suspiro. —Vale… me voy, que si no, mañana llego con ojeras.
Él asintió, pero la acompañó con la mirada hasta que puso la llave en la cerradura. Justo antes de que ella entrara, Martín volvió a hablar:
—Mariana.
Ella giró la cabeza, y un escalofrío recorrió su espalda. —¿Sí?
—Ha sido la mejor caminata de quince calles de mi vida.
Mariana sonrió, y con un impulso dulce y algo travieso, se puso de puntillas y le dio un rápido beso en la mejilla. —Eres incorregible, Rivas —murmuró entre risas.
—Y tú… encantadora —respondió él, sonriendo sin moverse del sitio, con esa calma peligrosa que siempre la dejaba un poco sin aliento.
Ella entró finalmente, aunque no pudo evitar mirar por la ventana de la escalera, solo para ver si seguía allí. Y sí: Martín seguía de pie, esperándola, como si quisiera grabar esa despedida en la memoria.
Ya dentro, Mariana apoyó la espalda contra la puerta, respirando hondo, con el corazón todavía acelerado por la cercanía de Martín. Sacó el móvil del bolso, que milagrosamente estaba seco, y vio que tenía un mensaje nuevo.
Era él:
> Martín: “Vale… no puedo dejar de sonreír. Aunque no estés aquí, siento que todavía estás a mi lado.”
Mariana sintió un calor recorrerle el pecho y no pudo evitar responder casi al instante:
> Mariana: “Tú también me haces sonreír… incluso después de quince calles caminadas.”