El despertador sonó más temprano de lo habitual, pero Lala llevaba despierta un buen rato. Había dado vueltas toda la noche, repasando una y otra vez lo que había pasado el día anterior: las manos rozándose, las risas, ese beso en la mejilla… y los mensajes que terminaron siendo más dulces de lo que se atrevía a admitir en voz alta.
Cada vez que cerraba los ojos, volvía a sentir la presión cálida de los dedos de Martín entrelazados con los suyos, o el cosquilleo que le había provocado su sonrisa al despedirse. Era como si la escena se repitiera en bucle dentro de su cabeza, con la diferencia de que en cada repetición su corazón latía más fuerte.
Se levantó de golpe, como si quedarse más tiempo en la cama pudiera delatarla. Caminó por el cuarto arrastrando las pantuflas, todavía medio atontada por la falta de sueño. Mientras elegía la ropa, notó que estaba más quisquillosa que nunca. Probó una blusa, luego otra, después un vestido. Se cambió de zapatos dos veces. Incluso llegó a ponerse rimel, algo que normalmente reservaba para las salidas de fin de semana.
Al final, se miró en el espejo con resignación, y masculló para sí misma:
—Tranquila, Lala… es la oficina, no una cita.
Su reflejo, sin embargo, le devolvió una sonrisa socarrona, como si supiera perfectamente que no se lo creía.
El trayecto hasta el trabajo se le hizo eterno. El autobús avanzaba lento, y a cada semáforo ella miraba por la ventana con impaciencia. Su móvil vibraba en el bolso, y ella no necesitaba mirar para saber quién era. Lo abrió de todas formas:
> Martín: “¿Llegamos a la oficina como dos personas civilizadas o seguimos jugando a los secretos?”
Lala no pudo evitar reír bajito, tapándose la boca con la mano para que la señora sentada a su lado no la mirara raro. Contestó sin pensarlo demasiado:
> Mariana: “Civilizados. Pero nada de sonrisas sospechosas, Rivas.”
La respuesta llegó casi de inmediato:
> Martín: “Eso sí que no puedo prometerlo.”
Lala se mordió el labio, incapaz de evitar que un calorcito le recorriera las mejillas. Iba a necesitar nervios de acero para sobrevivir al día.
Cuando entró a la oficina, el ambiente era el mismo de siempre: teclados sonando, teléfonos que no paraban de timbrar, compañeros corriendo de un lado a otro con carpetas en la mano. El aire olía a café recién hecho y a estrés matinal. Nada había cambiado… excepto ella.
Cada paso la acercaba más al despacho de dirección, y cada paso aumentaba el cosquilleo en su estómago.
Y entonces lo vio.
Martín estaba junto a la mesa de juntas, hablando con dos directores de área. Traje impecable, corbata perfectamente anudada, la expresión seria que imponía respeto. La imagen de un jefe seguro de sí mismo. Pero, aún así, en cuanto sus ojos encontraron los de ella, apareció la chispa. Fue un segundo. Un segundo demasiado largo.
Martín se había repetido cien veces frente al espejo que todo debía seguir como siempre, que en la oficina tenía que ser el jefe serio, el profesional intachable. Pero en cuanto vio a Mariana entrar por la puerta, con ese paso nervioso que intentaba disimular, supo que estaba perdido.
Desde su sitio en la mesa de juntas, fingía repasar las notas del informe, aunque la mitad de su atención estaba puesta en ella. Cada gesto de Mariana lo distraía.
Lala sintió cómo el aire se volvía espeso. Apretó los papeles que llevaba en la mano y se apresuró a mirar hacia otro lado, fingiendo que el informe que traía consigo era lo más fascinante del universo.
—Buenos días, Lalita —dijo Clara, su compañera de cubículo, dejándose caer en la silla de al lado con un café en la mano.
—¿Eh? Ah… sí, buenos días. —Intentó sonar normal, pero la voz le salió un poco más aguda de lo habitual.
Clara la miró con una ceja arqueada. —¿Seguro que no te has tomado tres cafés ya?
Lala rio nerviosa, negando con la cabeza. Tomó asiento y abrió el ordenador, como si tuviera mil urgencias.
Mientras tanto Martín, hablaba con los directores de área, y notó que sus pensamientos se desviaban una y otra vez. Se obligaba a mantener el tono firme, a no dar señales de lo que bullía por dentro. Pero bastaba con que Mariana levantara la vista un instante para que todo su autocontrol se tambaleara. El brillo curioso en sus ojos era un recordatorio constante de la conversación de la noche anterior, de las risas, de esa cercanía que ya no podía ignorar.
Cuando se dirigió a la máquina de café, lo hizo con la excusa de necesitar un respiro. Sintió que si seguía en medio de las charlas técnicas mucho más tiempo, iba a desvelar con una sonrisa lo que se suponía que era un secreto. Y allí, al alzar la vista y verla sentada a lo lejos, no pudo evitar regalarle esa media sonrisa. Fue fugaz, pero intencional, suficiente para dejar en el aire la complicidad.
Él había terminado su charla con los directores y se acercó al pasillo. Por un momento, Lala contuvo la respiración. Estaba segura de que iba a venir directo hacia ella, pero no: se detuvo frente a la máquina de café.
Ella suspiró aliviada… hasta que él levantó apenas la vista y le dedicó esa media sonrisa que parecía hecha a propósito para desarmarla. Fue tan rápido que nadie más lo notó, pero suficiente para que Lala quisiera hundirse bajo el escritorio.