Conexión inesperada

Capítulo 21

La tarde cayó sobre la oficina como una losa de rutina, pero para ellos nada volvió a ser normal.

Mariana regresó a su cubículo con el corazón a mil, intentando que su respiración sonara regular. Encendió la pantalla del ordenador, abrió tres carpetas distintas y empezó a tipear sin rumbo, solo para aparentar concentración. Cada tanto, sin embargo, se sorprendía mirando hacia la esquina donde estaba el despacho de Martín. La puerta permanecía entornada y la silueta de él se movía detrás del cristal.

—Concéntrate, Mariana… —se murmuró, apretando los dientes.

Pero era inútil. Apenas escuchaba su voz al dar indicaciones a alguien del equipo, la piel se le erizaba como si la hubiera llamado por su nombre.

Martín tampoco lo llevaba mejor. Había intentado retomar las llamadas con proveedores, responder correos, preparar la agenda del comité de dirección. Nada funcionaba. Cada frase se le quedaba a medias, cada número parecía irrelevante frente al recuerdo de Mariana riéndose en la sala de archivos.

En un momento, mientras esperaba que cargara un informe, levantó la vista y la vio a lo lejos, inclinada sobre el teclado. Su pelo caía hacia adelante, tapándole un lado de la cara. Martín se descubrió pensando en lo fácil que sería cruzar el pasillo, apartarle suavemente un mechón y susurrarle cualquier tontería.

Sacudió la cabeza.
—Enfócate, Rivas —se ordenó en voz baja, aunque la sonrisa le traicionó.

El resto de la oficina parecía ajeno a todo. Clara seguía quejándose del café, otro par de compañeros discutían sobre un cliente difícil, el jefe de área técnica paseaba con su carpeta como si nada. Y en medio de esa normalidad, para Martín y Mariana todo era un juego secreto.

A media tarde, coincidieron en la máquina de café. Fue un accidente… o no tanto. Ella había esperado unos minutos, él también, hasta que las casualidades los alinearon.

—¿Quieres azúcar? —preguntó Martín, sosteniendo el sobrecito en el aire.

—No, gracias. —Mariana lo tomó de todos modos, solo para tener una excusa para rozarle los dedos al quitárselo. El contacto fue mínimo, pero suficiente para que ambos se quedaran un segundo en silencio.

Un compañero entró justo después y ellos dieron un salto hacia atrás, fingiendo que el interés de su conversación era únicamente el estado lamentable de la cafetera.

—Hay que pedir otra —comentó Martín, levantando el vaso de plástico con gesto neutro.
—Totalmente —asintió Mariana, obligando a su voz a sonar natural, aunque por dentro sentía que el corazón le latía en los oídos.

De regreso a sus puestos, los dos trataron de recomponerse. Pero el silencio no duró mucho. Apenas Mariana se sentó, el móvil vibró en su escritorio. Ella lo desbloqueó con un movimiento rápido, disimulando tras la pantalla del ordenador.

> Martín: “No sé si fue el peor café del mundo… o el mejor momento de mi día.”

Mariana escondió una sonrisa detrás de la mano. Tecló con rapidez, sintiendo el cosquilleo subirle por el pecho.

> Mariana: “Definitivamente el café fue pésimo.”
Mariana: “Lo otro… mejor lo dejamos sin etiqueta.”

Tardó menos de un minuto en llegar la respuesta.

> Martín: “Entonces coincidimos.”

Ella respiró hondo, apretando el móvil entre los dedos antes de dejarlo boca abajo sobre el escritorio. Si lo seguían, no iba a poder trabajar una línea más.

El resto de la tarde transcurrió así: encuentros breves, miradas sostenidas que duraban un segundo más de lo permitido, sonrisas que nacían y morían en la clandestinidad. Y aunque ninguno lo admitiría en voz alta, cada hora que pasaba reforzaba una certeza: aquello que estaban empezando no se parecía en nada a una aventura ligera. Era demasiado intenso, demasiado inevitable.

Cuando sonó la alarma de salida, Mariana guardó sus cosas con más lentitud de lo habitual. Se tomó el tiempo de cerrar cada carpeta, de ordenar los bolígrafos, de revisar dos veces su bolso. No quería irse corriendo; quería estirar el momento, aunque fuera bajo la excusa de la rutina.

Martín la observó desde la puerta de su despacho, cruzando los brazos con gesto casual, aunque por dentro solo quería acercarse y preguntarle si podían seguir viéndose, si podía robarle aunque fuera diez minutos más antes de que la ciudad los tragara en direcciones opuestas.

Ella levantó la vista, y por un instante, el mundo quedó reducido a ese cruce de miradas. Nadie más en la oficina existía. Ningún papel, ningún correo, ningún cliente. Solo ellos dos, atrapados en la frontera de lo permitido y lo prohibido.

No dijeron nada, no podían. Pero el mensaje estaba claro: ninguno de los dos quería que el día terminara allí.

Martín inclinó apenas la cabeza, un gesto tan sutil que solo Mariana pudo notar. Ella respondió con una sonrisa mínima, casi invisible, pero suficiente para sellar la promesa muda que ambos entendieron: aquello recién empezaba.

Ya en la salida, entre el bullicio de compañeros que se despedían, Martín se acercó lo justo para que nadie sospechara.
—Que descanses, Mariana —murmuró, su voz más baja de lo habitual, con una calidez que atravesó el aire como un secreto compartido.
—Tú también —respondió ella, bajando la mirada, aunque la sonrisa se le escapaba por la comisura de los labios.




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