Lala llegó tarde, como de costumbre. El bolso le colgaba del hombro, el cabello algo revuelto por la carrera apresurada y un café medio frío en la mano. Había salido de casa con tiempo justo, pero la mañana se le había ido de las manos: primero, el autobús pasó lleno y tuvo que ir caminando; luego, en la cafetería de la esquina, se demoraron con su pedido. Y, por si fuera poco, justo antes de entrar al edificio, el tacón de su zapato se enganchó en la acera, obligándola a detenerse un segundo para recomponerse. Todo se había confabulado contra ella.
Mientras caminaba con paso rápido por el pasillo, intentaba recuperar la compostura y convencerse de que aún podía disimular. No podía permitirse excusas esa mañana: el equipo de cuentas, al que pertenecía, tenía una reunión clave con el mismísimo Sr. Rivas.
—Uf… —murmuró entre dientes, apretando el vaso de café con nervios—. Cinco minutos más y me quedo afuera.
El corazón le retumbaba en el pecho con un ímpetu poco profesional. Y no era solo por el retraso. Era por él. Martín. El Sr. Rivas. Imponente, elegante, con esa mirada capaz de atravesar a cualquiera… aunque cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, Lala sentía que el tiempo se detenía y el resto del mundo desaparecía.
Enderezó la espalda, bajó apenas la cabeza y trató de avanzar como si formara parte del mobiliario, como si pudiera confundirse con las paredes y pasar inadvertida. Pero era inútil. Con Martín nunca funcionaba.
Lala tomó aire antes de empujar la puerta de la sala. El murmullo de voces se apagó un segundo cuando entró, y esa pausa breve fue suficiente para que sintiera cómo la sangre le subía a las mejillas.
Allí estaba él. Martín, de pie al frente de la mesa, con las manos apoyadas sobre los documentos y la corbata perfectamente ajustada. Su presencia llenaba la sala sin necesidad de levantar la voz. Y aunque parecía concentrado en las gráficas proyectadas en la pantalla, sus ojos se desviaron hacia la puerta justo cuando ella cruzaba el umbral.
—Buenos días —saludó Lala con una sonrisa tímida, intentando sonar natural.
Martín no respondió de inmediato; primero sostuvo la mirada, como si confirmara que, en efecto, había llegado tarde, y luego asintió con un gesto que para el resto de los presentes podía parecer neutro, pero que para ella fue un veredicto.
—Buenos días, Mariana —dijo finalmente, con ese tono sereno que no dejaba espacio a réplicas, pero en el que Lala creyó detectar un matiz casi imperceptible de ironía.
Clara, sentada ya con su libreta abierta, le lanzó una mirada cómplice, como quien disfruta de la escena en silencio. El resto del equipo apenas disimuló el movimiento de reacomodarse en las sillas para hacerle sitio, y Lala avanzó tratando de que sus pasos no resonaran demasiado en el suelo.
Se sentó, colocó el vaso de café frente a ella y abrió la carpeta como si estuviera lista para tomar nota, aunque las manos le temblaban un poco. Intentaba aparentar calma, pero era plenamente consciente de que Martín, desde su posición, podía observarla con detalle.
La reunión comenzó de inmediato. Martín desplegó cifras, estrategias, objetivos. Su voz grave llenaba el aire con naturalidad, y sin embargo, cada vez que se movía por la sala, Lala sentía que el espacio se reducía. A veces, al pasar junto a su silla para señalar algo en la pantalla, la proximidad era tan grande que el perfume discreto de su colonia le nublaba la concentración.
En un momento, él hizo una pausa y dirigió la palabra directamente hacia ella:
—Mariana, ¿puedes leer los datos de la columna tres?
Ella tragó saliva, buscando rápido en el informe.
—Sí… claro —respondió, con una voz que se le quebró apenas un poco.
Martín asintió despacio, y ese gesto, aparentemente inofensivo, bastó para que ella sintiera que había quedado expuesta. Era como si él supiera lo difícil que le resultaba concentrarse cuando estaba bajo esa mirada.
El resto de la reunión transcurrió en medio de anotaciones, comentarios técnicos y preguntas del equipo, pero para Lala todo se reducía a un vaivén de nervios y pequeñas descargas cada vez que Martín se acercaba demasiado.
Cuando la reunión terminó, recogió sus cosas con rapidez, intentando salir antes que nadie. Pero al cruzar la puerta, sintió el vibrar de su móvil en el bolsillo. Era un mensaje de Martín.
> Martín: “Llegar tarde tiene sus riesgos… pero parece que hoy sobreviviste.”
Lala sonrió, apretando el teléfono en la mano. Respondió con dedos temblorosos:
> Mariana: “Sobreviví… aunque no sé si con dignidad.”
La respuesta no tardó en llegar:
> Martín: “La dignidad está sobrevalorada. Lo importante es que llegaste.”
El calor le subió al rostro de inmediato, y guardó el móvil antes de que alguien notara su expresión. Afuera, el pasillo estaba lleno de compañeros comentando la reunión, ajenos a ese pequeño juego secreto que, para Lala, lo cambiaba todo.
La tarde se volvió un torbellino. Para Lala, los clientes parecían haberse puesto de acuerdo en llamar todos al mismo tiempo, y su bandeja de entrada se multiplicaba como si alguien hubiera abierto un grifo de correos urgentes. Apenas tuvo tiempo de levantarse de su silla para beber agua, y mucho menos de robarse esos minutos de respiro en la sala de archivos que, de a poco, se estaba convirtiendo en su refugio secreto.
Martín tampoco lo tuvo fácil. Reuniones encadenadas, llamadas interminables, correcciones sobre informes que no cuadraban. En más de una ocasión pensó en mandar un mensaje a Mariana para proponerle verse al mediodía, pero cada vez que se lo planteaba, otra urgencia caía sobre su escritorio.
La sala de café tampoco fue opción. Cuando ella pasó por allí, lo encontró rodeado de dos gerentes que parecían disputarse su atención con gráficos en la mano. Y cuando él intentó acercarse un rato después, Mariana estaba enfrascada en una conversación con Clara sobre un presupuesto que no cerraba.