Lala llegó a la oficina con una sonrisa que intentaba disimular bajo el gesto serio de “empleada puntual”. Había caminado ligero, casi flotando, como si la ciudad esa mañana tuviera un color distinto. Se había levantado más temprano de lo normal, se había probado dos blusas antes de decidirse y hasta había repasado tres veces el delineado en el espejo. Todo, porque en su cabeza había un único pensamiento: volver a verlo.
Pero apenas cruzó la puerta de la oficina, su entusiasmo chocó con la realidad. El despacho de Martín estaba vacío. Ni rastro de su abrigo colgado en el perchero, ni del aroma a café fuerte que siempre lo precedía.
Se acomodó en su cubículo, dejando el bolso con demasiada delicadeza, como si el gesto pudiera ocultar el nerviosismo que le empezaba a crecer dentro. Revisó el móvil con disimulo. Nada. Ni un “buen día”, ni un comentario irónico, ni un guiño escondido en algún emoji.
Frunció el ceño. Él siempre encontraba una excusa para saludarla temprano. Aunque fuese con algo tan trivial como “Hoy toca reunión eterna, prepárate” o “¿Otra vez llegaste tarde? 😏”. Pero hoy… silencio absoluto.
—Qué raro… —murmuró, encendiendo la pantalla una vez más, como si eso pudiera hacer aparecer el mensaje que esperaba.
Intentó concentrarse en los informes que había sobre su mesa, pero las letras bailaban delante de sus ojos. Revisó el reloj de la computadora: ya había pasado media hora desde que todos habían llegado y Martín seguía sin aparecer.
Un cosquilleo incómodo se instaló en su estómago. La ilusión con la que había entrado se mezclaba ahora con un desconcierto que no sabía cómo digerir.
“¿Y si…?”, pensó, pero enseguida sacudió la cabeza. No quería darle demasiadas vueltas. Aun así, la sensación era clara: algo estaba fuera de lo normal.
Lala acomodó la silla, fingiendo concentración en la pantalla, aunque el brillo del monitor no alcanzaba a distraerla de la ausencia que pesaba en el ambiente.
—Oye, ¿y el mini señor R? —preguntó Diego, apoyándose en el borde de su escritorio con su eterna sonrisa burlona—. Es la primera vez que no llega antes que todos nosotros.
Clara, con un café en mano, asintió exageradamente.
—Totalmente. Si hasta juraría que duerme aquí, de lo temprano que suele estar siempre.
Lala rió por lo bajo, obligándose a sonar natural.
—Tampoco exageréis… —dijo, bajando la vista al teclado.
Pero Clara arqueó las cejas, divertida.
—¿Exagerar? ¡Si la semana pasada estaba en la oficina a las siete y media de la mañana! ¿Quién hace eso voluntariamente?
—Un obseso del trabajo, claramente —añadió Diego, soltando una carcajada.
Los tres compartieron la broma, aunque Lala sintió que la risa se le quedaba atascada. Le sorprendía que ninguno de ellos tuviera más datos que ella. Si hasta Clara parecía más informada que Google de todo lo que pasaba aquí dentro…
Trató de disimular su nerviosismo bebiendo un sorbo de agua.
—Bueno, seguro que ha tenido algún imprevisto. Nadie es un robot.
Clara la miró de reojo, con esa suspicacia que usaba como lupa cuando algo no cuadraba.
—Qué raro que justo hoy no haya avisado de nada…
Diego, sin dejar de sonreír, añadió:
—Yo apuesto a que está enredado con alguna señorita y se le han pegado las sábanas.
Lala sintió un calor repentino en las mejillas.
—¡Anda ya, Diego! —replicó, fingiendo indignación—. Tú siempre pensando en lo mismo.
Aunque por dentro, la punzada de celos fue tan inesperada como incómoda.
La conversación continuó entre bromas y comentarios, pero la verdad era que en cada risa fingida Lala lo único que hacía era buscar su móvil, esperando que al fin llegara el mensaje que rompiera aquel silencio extraño.
El murmullo de la oficina seguía entre bromas, teclados y tazas de café, hasta que el teléfono de la central sonó con un timbre seco que hizo que todos miraran de reojo. Clara, que estaba más cerca, atendió.
—Oficinas Rivas, buenos días —dijo con su tono amable de secretaria entrenada.
Lala apenas prestó atención al principio, demasiado pendiente de la pantalla vacía de su móvil. Pero de pronto, notó cómo la cara de Clara se tensaba, borrándole la sonrisa.
—Sí, claro… —murmuró Clara, bajando el tono—. Entiendo… ahora mismo lo comunico.
Colgó con cuidado, como si el auricular pesara demasiado, y miró a Diego y a Lala.
—Era del hospital… —dijo en voz baja, pero lo suficiente para que todos alrededor redujeran el ruido al mínimo—. El señor Rivas padre… lo han internado de urgencia.
Un silencio espeso cayó sobre la oficina.
—¿Qué? —preguntó Diego, dejando de sonreír por primera vez esa mañana.
—La enfermedad ha empeorado —confirmó Clara, con los ojos empañados.
Lala sintió un vuelco en el pecho. De repente todo encajaba: el silencio, la ausencia, esa sensación extraña que la había acompañado desde que entró. La ilusión con la que había llegado se transformó en un nudo que le apretaba la garganta.
Diego pasó la mano por el pelo, incómodo.
—Pobre Martín…
—Sí… —susurró Lala, mirando el teléfono como si de pronto esperara que él la llamara.
Pero no lo hizo.
Ella se quedó con la sensación de que estaba demasiado lejos de todo lo que le importaba y, al mismo tiempo, demasiado implicada para fingir indiferencia.
El murmullo que solía llenar la oficina desapareció por completo, como si todos estuvieran de golpe sincronizados en un mismo silencio incómodo. Clara se llevó una mano a la frente y suspiró hondo, mientras Diego se dejaba caer en su silla con gesto serio.
Lala, en cambio, se quedó inmóvil. Su mente giraba demasiado rápido. El primer impulso fue tomar el móvil y escribirle a Martín, preguntarle dónde estaba, cómo estaba su padre, si necesitaba algo. Pero enseguida se contuvo. ¿Qué podía decirle sin sonar invasiva? ¿Qué lugar ocupaba ella en esa historia, después de todo?
Respiró hondo, intentando recomponerse, aunque la opresión en el pecho no cedía. Fingió revisar unos papeles, pero en realidad lo único que hacía era ocultar la expresión de su cara.