La cena terminó entre risas y miradas cómplices que parecían alargar cada minuto. Martín no podía dejar de observarla, y Lala sentía cómo cada gesto suyo la hacía sonreír sin darse cuenta. Cuando el camarero retiró los últimos platos, él se inclinó hacia ella con esa mezcla de seguridad y vulnerabilidad que siempre lograba desarmarla.
—¿Te apetece un paseo? —preguntó, la voz suave y cálida, casi como un susurro que se mezclaba con el murmullo de la calle.
Lala dudó apenas un segundo, luego sonrió con complicidad. —Claro.
Salieron al exterior, donde la noche madrileña era fresca pero agradable. Las farolas iluminaban las calles con un tono amarillo que hacía que todo pareciera más cercano a una postal. Se escuchaban risas lejanas de algún grupo de jóvenes, el sonido de los tacones contra el adoquinado y el lejano murmullo del tráfico. Caminaban despacio, dejando que la ciudad los envolviera, con las manos rozándose casi sin darse cuenta.
—¿Y ahora qué? —preguntó Lala, juguetona, mientras giraba un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Ahora… simplemente caminamos —contestó Martín, con una sonrisa que no podía ocultar su emoción.
Hubo un silencio cómodo, uno de esos que no incomoda, sino que envuelve. Él la miró de reojo y notó cómo sus ojos brillaban a la luz de las farolas, cómo sus labios se curvaban en una sonrisa distraída y cómo su respiración se mezclaba con la del aire nocturno. No pudo resistir más. Su mano buscó la de ella con un toque ligero, y cuando sus dedos se entrelazaron, Lala abrió los ojos con sorpresa, entre sorprendida y encantada.
—Martín… —susurró, bajito, con un hilo de voz.
Él no dijo nada más, solo apretó suavemente sus dedos. —No podía aguantar más —confesó, la honestidad brillando en sus ojos—. Tenía que hacerlo.
El corazón de Lala dio un vuelco. Durante un instante pensó en soltarle una broma, pero la calidez de su contacto la dejó sin defensas. En lugar de apartarse, apretó suavemente su mano, aceptando lo inevitable.
Caminaron así por las calles empedradas, riéndose de cualquier tontería que rompiera el silencio cómodo que se había instalado entre ellos. Cada palabra parecía más ligera de lo normal, como si la ciudad hubiese decidido callarse para dejarlos a solas. El aire olía a jazmín, a pan recién hecho que escapaba de alguna panadería cerrando tarde, y a la promesa de algo que estaba por suceder.
Lala notaba el calor de la palma de Martín contra la suya. Ese contacto sencillo, aparentemente inocente, se había vuelto lo más intenso de la noche. El roce constante, el modo en que él apretaba suavemente sus dedos como recordándole que estaba allí, le aceleraba el corazón con cada paso. Tenía miedo de que él notara cómo su respiración se volvía irregular, de que adivinara lo que su mente repetía en bucle: “que no suelte mi mano, que no suelte mi mano nunca”.
De pronto, una ráfaga de viento bajó por la calle, arrastrando hojas secas y papeles olvidados. El cabello de Lala se desordenó en todas direcciones, cubriéndole parcialmente el rostro. Ella intentó apartarlo torpemente con las manos, mientras reía nerviosa, frustrada por no lograr controlar esos mechones rebeldes.
Martín se detuvo de golpe. La miró fijamente, con esa intensidad que ella ya había aprendido a reconocer: la que lo delataba cuando estaba a punto de hacer algo que no podía evitar. Dio un paso más cerca, tanto que Lala sintió el roce de su chaqueta contra su brazo.
—Tienes… —murmuró, con voz grave, bajando un poco la cabeza hacia ella— un mechón rebelde aquí.
Su mano se levantó despacio, como pidiendo permiso sin palabras, y retiró con suavidad el cabello de su mejilla. El roce de sus dedos fue ligero, casi inexistente, pero suficiente para que un escalofrío le recorriera la piel.
Lala rió, nerviosa, bajando la mirada. Su voz temblaba sin remedio. —Pues ya ves… siempre acaban haciendo lo que quieren.
En ese instante, Martín no se lo pensó más. Fue apenas un movimiento breve, puro instinto. Se inclinó un poco más, hasta que sus labios rozaron los de ella en un beso fugaz, robado, eléctrico. Duró apenas unos segundos, pero fue suficiente para que el corazón de Lala estallara en su pecho como si hubiese corrido una maratón.
Ella abrió los ojos, sorprendida, y lo miró sin saber qué decir. Sentía que las rodillas le temblaban, como si el suelo de piedra hubiese desaparecido bajo sus pies.
—Martín… —susurró, con voz temblorosa, como si nombrarlo fuera lo único que podía hacer para anclarse a la realidad.
Él se separó apenas unos centímetros, con los labios aún cerca de los suyos y una sonrisa traviesa que no conseguía ocultar la vulnerabilidad en su mirada. Su voz salió ronca, casi un susurro entrecortado:
—Lo siento… no… no podía aguantar más.
Sus ojos buscaron los de ella, esperando una señal, cualquier gesto que no lo hiciera arrepentirse. Y lo encontró. Lala lo miraba con las pupilas dilatadas, con los labios entreabiertos, con esa mezcla de sorpresa y deseo que no dejaba lugar a dudas.
Ella tragó saliva, y entonces, con un atrevimiento que ni ella misma sabía de dónde salía, se inclinó de nuevo hacia él. Esta vez no fue un beso robado, sino consciente, decidido. Sus labios se encontraron con lentitud, como explorando un territorio sagrado. El tiempo pareció detenerse en ese contacto. Todo lo que habían callado durante semanas se coló en ese beso: las miradas furtivas, los mensajes llenos de doble sentido, la tensión de cada encuentro frustrado.
El mundo desapareció a su alrededor. Solo estaban ellos, unidos en ese instante que parecía eterno. Cuando finalmente se separaron, ambos rieron en voz baja, como dos adolescentes pillados en algo prohibido, tratando de recuperar la compostura.
—Vale… —dijo Lala, respirando con dificultad, con las mejillas ardiendo y los ojos brillantes—. Primer beso.
Martín arqueó una ceja, divertido, y sin soltarle la mano acarició el dorso con el pulgar, como si quisiera grabar en la piel el recuerdo de lo que acababa de ocurrir.