Lala abrió los ojos con un ligero sobresalto, como si la luz del sol hubiera irrumpido en sus recuerdos en lugar de su habitación. Por un instante pensó que aún estaba en el sofá, con la manta enredada alrededor, hasta que todo volvió a ella: el paseo, las risas, el baile, ese beso que parecía resumirlo todo. El corazón le dio un brinco y una sonrisa, suave y tonta, se le escapó antes siquiera de incorporarse.
Se quedó tumbada, contemplando el techo, permitiéndose revivir cada instante: la forma en que Martín le tomó la mano, la manera en que la guió con una seguridad que desarmaba, la intensidad de ese último roce de labios en la puerta de su edificio. Ligera y pesada a la vez, como si las emociones hubieran encontrado un hueco en su pecho y se negaran a marcharse.
Se sentó al fin, todavía abrazando la manta. Sobre la mesita, el móvil brillaba tentador. Lo tomó, lo sostuvo unos segundos sin abrirlo, y cerró los ojos imaginando su reacción al leer los mensajes de madrugada. ¿Habría sonreído igual que ella sonrió entonces? El rubor le subió a las mejillas. —Dios… estoy perdida —susurró entre un suspiro y una risa incrédula.
Lala se puso en pie con decisión, aunque sabía que fingir normalidad sería imposible. Frente al espejo del baño, con el pelo revuelto y la sonrisa todavía prendida en el rostro, se mojó la cara con agua fría, como si pudiera apagar la electricidad que seguía recorriéndola. No funcionó.
El armario se convirtió en un campo de batalla: una blusa, luego otra, un vestido que descartó al instante. Terminó eligiendo un conjunto que le daba seguridad, lo bastante elegante para sostener cualquier mirada que Martín pudiera lanzarle. Mientras se abrochaba los botones, el móvil volvió a tentarla desde la cómoda. Lo desbloqueó: ahí estaba la conversación de la noche anterior, iluminando la pantalla como una prueba secreta. Mariana se mordió el labio, pensó en escribirle algo como “Buenos días, peligroso”, pero apagó el móvil de golpe. —Ya habrá tiempo en persona —se dijo, aunque la sonrisa desmentía cualquier intento de autocontrol.
Tacones puestos, bolso al hombro, cerró la puerta tras de sí con un paso más propio de quien va a una cita clandestina que a una jornada laboral.
Martín, al otro lado de la ciudad, despertó con la sensación de que el calor de su piel aún guardaba rastros de ella. Antes de pensar en café o en ducharse, ya sonreía. Los recuerdos de la noche anterior se desplegaron con una nitidez que casi lo mareaba: su torpeza encantadora al caminar por la plaza, la risa contagiosa, y el temblor inesperado que lo atravesó cuando la besó en la puerta.
Se incorporó despacio, estirando los brazos, pero la sensación no se fue; al contrario, lo acompañó hasta la cocina. Mientras servía el café, comprendió que la primera sonrisa del día no era para nada ni nadie más que para ella. —Maldita sea… —murmuró, divertido—, esto ya no lo frena nadie.
Mientras tanto, bebía su café junto a la ventana sin ver realmente el cielo despejado. Solo veía la silueta de ella, los dedos enlazados, la risa que aún lo acompañaba incluso en sueños. En la ducha, el agua caliente no disipó la intensidad; la avivó. Cerró los ojos y, por un instante, el perfume de Mariana se coló en el vapor. Rió solo, apoyando la mano en los azulejos. —Pareces un adolescente… —se reprochó, sin un ápice de arrepentimiento.
Eligió una camisa azul, la que sabía le favorecía. No era un gesto consciente de seducción, pero la idea de cruzarse con ella en el pasillo lo impulsaba a mostrar su mejor versión. Frente al espejo ensayó una media sonrisa, la misma que le nacía cada vez que la veía llegar sin previo aviso.
Antes de salir, volvió a abrir el chat. Ningún mensaje nuevo, solo los de anoche, brillando como un secreto compartido. No escribió nada. Guardó el móvil en el bolsillo, tomó las llaves y salió con paso ágil, como si supiera que el día no iba a ser uno más.
Lala dobló la esquina del edificio justo cuando Martín empujaba la puerta de cristal de la entrada. Se quedaron mirándose un instante, sorprendidos por la coincidencia, aunque ninguno quiso mostrarlo demasiado.
—Vaya… buenos días —dijo él, con una media sonrisa que parecía esconder más de lo que decía.
—Buenos días… —respondió ella, tratando de sonar natural, aunque el rubor en sus mejillas la delataba.
Entraron juntos al vestíbulo, rodeados de compañeros que iban y venían, pero sintiéndose como si fueran los únicos en ese espacio. El ascensor llegó con un ding metálico, y ambos entraron de los últimos. Se colocaron al fondo, hombro con hombro, como si la casualidad hubiera decidido estrecharles la distancia al máximo.
La puerta se cerró, y el murmullo de conversaciones ajenas llenó el pequeño habitáculo. Lala fijó la mirada en el número de los pisos que se iluminaban lentamente, intentando aparentar calma. Martín, en cambio, se permitió girar apenas la muñeca, como quien acomoda la carpeta en la mano, y en ese movimiento leve rozó con intención disimulada los dedos de ella.
El contacto fue casi imperceptible, pero Lala lo sintió como una descarga eléctrica recorriéndole el brazo. Contuvo la respiración, y sin apartar los ojos de la pantalla de los pisos, dejó que sus dedos se quedaran cerca, lo bastante próximos para que, con otro movimiento mínimo, las yemas de ambos se encontraran de nuevo.
No se miraron. Ninguno se atrevió. Pero la tensión en ese rincón del ascensor era tan densa que podía sentirse en el aire.
Un par de compañeros comentaban algo sobre la reunión de la mañana, otro tecleaba en su móvil sin prestar atención. Y mientras tanto, Martín y Lala compartían ese secreto invisible: la piel ardiendo en silencio, la complicidad contenida en un gesto que no podía ser más público y, al mismo tiempo, más íntimo.
Cuando el ascensor se detuvo en su planta, dieron un paso hacia adelante casi a la vez. Sus manos se separaron como si nada hubiera pasado, como si ambos fueran dos profesionales más comenzando el día. Pero en la mirada que se cruzaron justo al salir había un mensaje claro: la noche anterior seguía viva, latiendo entre ellos, y no pensaba apagarse tan fácilmente.