La semana se deslizó entre mensajes furtivos y encuentros secretos. Cada pausa para el café, cada cruce en el pasillo, cada coincidencia en el ascensor llevaba consigo un roce de manos, una mirada sostenida más de lo necesario, o un pretexto cualquiera para acercarse sin llamar la atención.
Por las noches, los mensajes se prolongaban hasta que el sueño los vencía. Eran conversaciones cargadas de confesiones, bromas privadas y un tono cada vez más íntimo. Ninguno podía negar ya que la complicidad se había vuelto una adicción deliciosa.
El viernes, después de otra jornada de disimulo en la oficina, Lala se dejó caer en el sofá con el móvil en la mano. Dudó unos segundos, mordiéndose el labio, hasta que escribió:
> Mariana: “¿Tienes planes para esta noche?”
No pasaron ni treinta segundos antes de ver los tres puntitos aparecer en la pantalla.
> Martín: “Aparte de pensar en ti… ninguno.”
Lala rodó los ojos, pero la sonrisa ya estaba instalada en su cara.
> Mariana: “Pues te aviso que corres peligro.”
Martín: “¿Ah, sí? ¿Qué clase de peligro?”
Mariana: “El de aceptar mi invitación a cenar en casa.”
Hubo un pequeño silencio en la pantalla, lo justo para que a Lala se le encogiera el estómago… hasta que llegó la respuesta:
> Martín: “Eso suena mucho más tentador que cualquier plan que pudiera inventar. ¿A qué hora quieres que llegue?”
El corazón le dio un brinco y, antes de que pudiera frenarse, tecleó con rapidez:
> Mariana: “A las 8. Y ven con hambre, porque pienso impresionarte 😏”
Al pulsar “enviar”, Lala se llevó la mano a la cara, muerta de risa consigo misma. Impresionarlo, dice… como si no estuviera ya impresionada yo desde la primera vez que me miró así.
Martín leyó el mensaje recostado en su sillón, sintiendo cómo el pulso se le aceleraba con la simple idea. No era solo la cena lo que lo atraía: era la promesa de estar en su espacio, de verla desenvolverse con naturalidad, sin prisas ni testigos.
Lala, por su parte, pasó la tarde entre nervios y emoción. Eligiendo con cuidado qué cocinar, qué música dejar de fondo, incluso qué vestido ponerse. Caminaba por su piso revisando cada detalle como si preparara un escenario íntimo donde la cena sería apenas la excusa.
Cuando el reloj se acercaba a las nueve, las luces cálidas del salón ya estaban encendidas, la mesa puesta con mimo y el aroma de la comida llenaba el aire. Lala, con un delantal todavía anudado a la cintura, se miró al espejo una última vez y se rió nerviosa. —Vale… que salga perfecto.
Y justo entonces, sonó el timbre.
Lala contuvo la respiración, apoyándose un instante contra la puerta mientras su corazón latía a mil por hora. Con un último vistazo a la cocina y al salón, se acercó y abrió la puerta.
Ahí estaba él, Martín, con la camisa ligeramente desabrochada en el cuello y esa sonrisa que parecía guardar secretos solo para ella. Sus ojos se iluminaron al verla, y en un instante, la distancia desapareció.
—Hola… —murmuró, con la voz más grave de lo habitual, como si cada palabra hubiera sido medida para resonar solo en ella.
—Hola… —respondió Lala, la voz un poco entrecortada, un hilo de risa nerviosa escapando sin poder contenerla.
Él dio un paso hacia ella y, sin pensarlo demasiado, extendió la mano para rozarle la suya. El contacto fue apenas un roce, pero suficiente para que un escalofrío recorriera ambos cuerpos. El tiempo pareció detenerse.
Martín sonrió de medio lado y se inclinó ligeramente, acercando su rostro al de Lala. Por un instante, solo compartieron la mirada, cargada de complicidad y deseo, el silencio entre ellos hablando más que cualquier palabra.
Y luego, con un movimiento lento, seguro y medido, la tomó por la cintura y la acercó a él. Sus labios se encontraron en un beso profundo y pausado, uno que no buscaba la prisa sino saborear cada instante, cada emoción contenida de la semana. Lala cerró los ojos, apoyándose en él, dejando que la intensidad del momento la envolviera.
Cuando se separaron apenas un poco, respirando con dificultad, Martín apoyó la frente contra la de ella y murmuró:
—Te echaba tanto de menos… y ahora entiendo por qué no podía concentrarme en otra cosa.
Lala le sonrió, apoyando su mano sobre el pecho de él, sintiendo cómo latía con fuerza bajo sus dedos. —Y yo… yo también necesitaba esto —susurró, consciente de que esa noche apenas comenzaba y que cada segundo que compartieran sería intenso, cargado de promesas silenciosas.
El brillo en sus ojos y la cercanía de sus cuerpos dejaban claro que no había vuelta atrás: lo que empezaba entre ellos no podía contenerse, ni quería serlo.
Lala lo tomó de la mano y lo guió al salón, donde el aroma del ajo y el tomate recién salteados llenaba el aire. La luz cálida de la lámpara sobre la mesa hacía que todo se viera más íntimo, más acogedor.
—Espero que tengas hambre —dijo Lala, girándose hacia él con una sonrisa juguetona mientras removía la salsa en la sartén—. Hoy toca pasta… y prometo que esta vez no se quemará.
—Si es hecha por ti, estoy seguro de que no puede salir mal —respondió Martín, con un brillo travieso en los ojos—. Aunque debo admitir que preferiría comerte a ti antes que la pasta.
Lala soltó una pequeña risa, enrojecida, mientras giraba sobre sus talones para mirarlo. —Martín… ¿y qué hace que me digas eso justo ahora? —preguntó, fingiendo reproche pero disfrutando la tensión que los envolvía.
—Solo digo la verdad —replicó él, acercándose un poco más, como si el calor de la cocina fuera insuficiente para la electricidad que sentía al estar cerca de ella—. No puedo evitarlo… cada vez que estoy contigo, me siento completamente fuera de control.
—Pues… yo tampoco me quejo —dijo Lala, dejando la cuchara a un lado y apoyándose contra la encimera, tan cerca de él que apenas un suspiro los separaba—. Pero, por ahora, vamos a concentrarnos en la pasta… aunque confieso que me distraigo demasiado contigo.