Lala se acomodó en el sofá y Martín se sentó junto a ella, lo bastante cerca para que sus piernas se rozaran apenas. No hicieron falta palabras: sus manos se encontraron de manera instintiva, entrelazándose con naturalidad, como si esa unión hubiera estado escrita desde siempre.
—No puedo creer que estemos así —susurró Lala, apoyando la cabeza en su hombro—. Todo parece un sueño.
Martín inclinó la frente hasta tocar la suya. Su voz salió ronca, cargada de emoción:
—Ni yo… pero me gusta demasiado.
El primer roce de labios fue tímido, una exploración suave, como si ambos probaran el sabor de lo imposible. Después, el beso se fue profundizando, lleno de pequeñas pausas, respiraciones entrecortadas y sonrisas contenidas. Los dedos de Martín dibujaron trazos lentos en la espalda de Lala, haciéndola estremecerse hasta que su cuerpo buscó el suyo con más decisión.
Ella respondió jugando con los botones de su camisa, tanteando la frontera entre lo permitido y lo inevitable. Cada contacto, cada suspiro, cada roce hacía vibrar el aire alrededor, borrando el resto del mundo.
—Te he esperado todo el día —murmuró Martín, antes de besarle el cuello con lentitud, rozando apenas la línea de su mandíbula—. Y ahora no pienso soltarte.
Lala soltó una risa baja que se transformó en un gemido. Enredó los dedos en su cabello, atrayéndolo con suavidad hacia ella. Los besos se volvieron más intensos, más urgentes, hasta que sus cuerpos terminaron recostados en el sofá, buscando la cercanía sin reservas.
Las manos exploraban sin rumbo fijo: la curva de la cintura, la nuca, los hombros, el rostro. Cada caricia era un descubrimiento y un reclamo a la vez.
—Mariana… —susurró Martín, con la voz rota por la emoción—. Eres increíble. Me sorprendes en cada detalle.
—Yo me siento igual contigo —respondió ella entre jadeos suaves, antes de atrapar sus labios en un beso prolongado.
El tiempo dejó de existir. Ni la cena pendiente ni el rumor de la ciudad atravesaban esa burbuja íntima. Solo había piel, calor, respiración.
Martín acarició su mejilla con ternura, luego la besó de nuevo, lento, profundo, como si quisiera memorizarla en cada fibra. Ella entrelazó sus dedos con los de él, apoyando la cabeza en su pecho, consciente del latido acelerado bajo su oído.
—Prométeme que esto no se pierde —murmuró Lala, rozando sus labios contra los suyos—. Que seguimos así, aunque tengamos que guardarlo en secreto.
—Te lo prometo —dijo Martín, apoyando la frente en la suya—. Esto es nuestro. Solo nuestro.
Las risas bajas se mezclaban con besos robados, con silencios cargados de complicidad. Se abrazaron con fuerza, como si el mundo pudiera desmoronarse y aún así bastara ese contacto para sostenerlo todo.
El silencio posterior fue tan intenso que parecía escucharse incluso la respiración del otro. Lala acariciaba distraída la mano de Martín, todavía apoyada en su cintura, y sentía que el corazón le latía demasiado rápido para ser sostenible.
Se mordió el labio, indecisa, y al final soltó una risa suave que rompió la tensión.
—Si seguimos así… —dijo con voz temblorosa pero firme— no sé dónde vamos a terminar.
Martín levantó la cabeza, con esa sonrisa ladeada que parecía hecha para desarmarla. —¿Y sería tan malo? —preguntó, medio en serio, medio en broma.
Lala lo miró con ternura y negó despacio. —No es que sea malo… es que quiero que dure. Quiero disfrutar cada paso, sin prisas. —Le rozó la mejilla con el dorso de la mano, suave, antes de apartarse un poco y añadir, con una sonrisa cómplice—: ¿Y si vemos una película?
Martín arqueó una ceja, divertido. —¿Película? Después de todo esto, ¿me propones cine en casa?
—Es mi estrategia para no derretirme aquí mismo en el sofá —contestó ella entre risas, dándole un ligero empujón con el hombro.
Él soltó una carcajada baja y se rindió enseguida. —Vale, tú mandas. Pero elijo yo el título.
—Ni lo sueñes, que me toca a mí —replicó Lala, levantándose para buscar el mando. Al hacerlo, su falda se enganchó en la manta del sofá y casi tropieza.
—¿Lo ves? —señaló Martín, entre risas—. Incluso el textil conspira contra ti.
—No es culpa mía, es mi maldición —dijo ella con fingida solemnidad, aunque sus mejillas ardían de risa.
Al final se dejaron caer otra vez en el sofá, esta vez con un bol de palomitas improvisadas entre ellos. La pantalla iluminaba la sala, pero sus miradas seguían buscando la complicidad del otro en cada escena absurda de la comedia que eligieron.
Y, aunque habían decidido poner un freno, ambos sabían que esa burbuja seguía ahí, intacta, esperando el siguiente movimiento.
La sala quedó a oscuras salvo por la luz parpadeante de la televisión. La película avanzaba con sus diálogos absurdos y risas enlatadas, pero ninguno de los dos parecía realmente interesado en seguir la trama.
Lala estaba medio recostada, con la manta cubriéndoles a ambos hasta la cintura. Sus manos reposaban sobre el bol de palomitas, hasta que, en un descuido, la de Martín rozó la suya. Ninguno se apartó. Al contrario: él entrelazó sus dedos con suavidad, como si hubiera estado esperando ese instante.
—Esto es mejor que cualquier película —murmuró Martín, sin apartar la vista de la pantalla, aunque la sonrisa lo delataba.
Lala giró apenas el rostro, encontrándose con su perfil iluminado por la luz azulada. Le parecía imposible que alguien pudiera mirarla de esa forma, incluso sin mirarla directamente. Apoyó la cabeza en su hombro, dejándose envolver por su calor.
—No hagas que me arrepienta de poner un freno —susurró ella, con un tono que mezclaba ternura y advertencia.
Martín le acarició el dorso de la mano con el pulgar, despacio, casi reverente. —Tranquila. No pienso moverme de aquí.
Ella rió bajito y cerró los ojos un instante, disfrutando de la calma inesperada. El sonido de la película era un murmullo lejano, apenas una excusa para tenerse tan cerca.