Conexión inesperada

Capítulo 32

Martín bajó las escaleras con el móvil aún en la mano, enviando un último mensaje antes de enfrentarse a la rutina familiar. La cocina estaba llena del aroma a tostadas recién hechas y café humeante. Su madre, como siempre, con la bata floreada, le dedicó una sonrisa amplia.

—¡Martín! —exclamó ella—. ¡Qué bueno que viniste temprano! Justo estamos preparando el desayuno para todos. ¿No me digas que vienes con hambre de lobo otra vez?

—Más o menos —respondió él, intentando sonar casual mientras su padre se reía desde la mesa—. Aunque hoy… estoy con el estómago distraído.

Su madre arqueó una ceja, divertida.

—¿Distraído? ¿Con qué, niño travieso?

Martín no pudo evitar sonreír. Sacó el móvil del bolsillo y leyó el último mensaje de Mariana. Sus dedos temblaron ligeramente al ver la pantalla.

> Mariana: “Buenos días… despierta hace un rato. Todavía estoy soñando.”

El padre, que no perdía detalle, levantó la mirada del periódico y carraspeó con picardía.

—¿Quién es la culpable de ese estómago distraído? —preguntó, guiñándole un ojo.

Martín se encogió de hombros, pero la sonrisa lo delataba.

—Solo alguien especial.

Su madre chasqueó la lengua, aunque en sus ojos brillaba la complicidad. Antes de que pudieran insistir, la hermana pequeña entró corriendo en la cocina, con el pelo despeinado y los ojos brillantes.

—¡Martín! ¿Nos ayudas a preparar los huevos revueltos? —dijo, agarrando la sartén con entusiasmo.

Martín se levantó de la silla y se acercó a la cocina. No podía dejar de pensar en Mariana: cada vez que la imagen de ella cruzaba por su mente, sentía un cosquilleo extraño, como si el mundo real se mezclara con la burbuja de la noche anterior.

—Hoy me toca pasar el día con vosotros —dijo, mientras revolvía los huevos—, pero os aviso: voy a estar un poco ausente. —Sus ojos se iluminaron con travesura—. Solo mentalmente.

Su hermana soltó una carcajada contagiosa.

—Ajá… claro, ¿y con quién te distraes?

Martín tragó saliva, intentando sonar natural, aunque el corazón acelerado no le dejaba mentir.

—Con alguien que… me tiene completamente enganchado —murmuró, casi para sí mismo, encogiéndose de hombros.

Su madre le lanzó una mirada suspicaz, como si estuviera leyendo entre líneas.

—¡Ay, Martín! No me digas que otra vez estás enamorado…

—Solo un poco —admitió él, con una sonrisa que lo delataba por completo.

La mesa estalló en risas y bromas, pero enseguida el padre aprovechó la pausa para cambiar de tema, apoyando los codos sobre el mantel.

—Bueno, hijo, y dime… ¿cómo va todo en la empresa? Te noto últimamente con la cabeza en otro sitio.

Martín se sentó frente a él, dejando la sartén a un lado. Inspiró hondo, como quien se prepara para sincerarse.

—Pues… va bien, pero siento que estoy cargando demasiado. A veces me pesa la responsabilidad, ¿sabes? Entre los proyectos nuevos y la presión de los plazos… hay días que me agoto.

El padre lo observó en silencio unos segundos, asintiendo despacio.

—Es normal. Estás en una etapa en la que todo parece enorme. Pero créeme, no hay nada que te haga crecer más que tomar esas decisiones difíciles. Yo también pasé por eso cuando empecé a dirigir mi propio equipo.

Martín asintió, bajando la mirada hacia el plato vacío.

—Lo sé… y me gusta lo que hago. Solo que, a veces, siento que me falta un poco de aire. Como si no bastara con trabajar bien, sino que hay que estar siempre demostrando algo más.

Su padre sonrió, apoyando una mano firme sobre la mesa.

—El secreto, hijo, es no olvidar para quién trabajas de verdad. No es para el jefe, ni siquiera para la empresa. Es para ti. Si disfrutas el camino, todo lo demás se acomoda.

Martín sonrió apenas, agradecido. Esa charla siempre le venía bien, sobre todo cuando la duda le pesaba más de lo normal.

La madre, que había estado escuchando en silencio mientras servía café, se giró de pronto hacia él con una expresión tierna pero inquisitiva.

—¿Sabes qué, Martín? Hoy te veo distinto. Tienes otra mirada. Más tranquila… y feliz.

Martín alzó la vista, sorprendido por la certeza de esas palabras.

—¿De verdad?

—Sí —continuó ella, con una sonrisa cargada de complicidad—. Llevas semanas con cara de cansancio, de estar en otra parte… y hoy, aunque dices que estás distraído, yo te veo brillante. Como si… algo bonito te estuviera pasando.

El joven bajó la cabeza, intentando ocultar la sonrisa que se le escapaba.

—Puede ser… —murmuró, jugando con la cuchara—. Quizás tengas razón.

La hermana, que no entendía del todo, lo observaba con curiosidad.

—¿Y si lo que te pasa es por esa persona especial de la que hablaste? —preguntó con descaro.

Martín soltó una carcajada, casi nerviosa.

—Puede ser, enana. Puede ser.

El desayuno continuó entre risas, anécdotas y bromas, pero la verdad es que Martín ya no estaba en aquella cocina. Aunque estaba rodeado de familia, cada sonido del café al caer en las tazas, cada olor a pan recién hecho, lo llevaba de nuevo a ella.

Por un momento, suspiró y pensó que quizás, aunque no podían verse ese domingo, la distancia no era tan grande mientras Mariana estuviera en su mente. Y esa sensación, tan simple y tan fuerte al mismo tiempo, le confirmó lo que su madre había dicho: algo en él realmente había cambiado.

Lala llegó a la casa de su abuela con la sensación de volver a un refugio seguro. La puerta crujió al abrirse, y el aroma a bizcocho recién horneado la envolvió como un abrazo cálido.

—¡Mi niña! —exclamó su abuela, dejando de remover la crema pastelera—. Qué alegría verte, aunque sea un ratito.

—Abuela, ¡huele todo riquísimo! —dijo Lala, dejando el bolso en la entrada y lanzándose a abrazarla con fuerza.

Su abuela, bajita pero firme, le devolvió el gesto con una sonrisa traviesa.

—Ya verás, he preparado tus galletas favoritas. Y si te animas, podemos hacer juntas la tarta que me pediste la última vez.




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