Cuando Lala abrió la puerta de su piso, el silencio la recibió como un suspiro después de un día demasiado largo. Se quitó los zapatos, dejó el bolso en la silla del comedor y, casi sin pensarlo, buscó el nombre de Sofi en el móvil.
—¡Lala! —contestó su amiga al instante, con el entusiasmo de siempre—. Justo estaba pensando en ti.
Lala se dejó caer en el sofá, abrazando un cojín contra el pecho.
—Hoy fue un día rarísimo, Sofi. Me levanté con toda la ilusión del mundo, pero al final… —hizo una pausa, buscando cómo explicarlo—. No salió como esperaba.
Sofi bajó la voz, seria por primera vez.
—Ya me imagino por qué. Tomás me escribió al mediodía. El papá de Martín está internado, lo acompaña desde la mañana.
Lala se enderezó de golpe.
—¿Cómo? ¿Estás segura?
—Sí —afirmó Sofi con calma—. Me dijo que está delicado y que Martín está hecho polvo, aunque intenta mantenerse entero. Tomás no lo piensa dejar solo ni un segundo.
Lala tragó saliva. Tenía que disimular la mezcla de sorpresa y alivio que le revolvía el estómago.
—Entonces… ¿Martín está con él ahora?
—Sí. Y fíjate —añadió Sofi, con un tono casi cómplice—, me dijo que en medio de todo ese lío, cuando mira el móvil y sonríe, todos saben que eres tú la que le escribe.
Las mejillas de Lala ardieron de inmediato. Se llevó una mano a la frente, como si así pudiera esconder la emoción que le atravesaba el cuerpo.
—¿De… de verdad dijo eso?
—De verdad —confirmó Sofi, divertida—. Así que imagínate lo que significas para él.
Lala se abrazó más fuerte al cojín, tratando de controlar la sonrisa que le temblaba en los labios.
—Me escribió muy rápido, casi sin tiempo. Solo me dijo “gracias”… que le ayudaba leerme. Y con eso, Sofi, se me aflojó todo.
—Claro, tonta —replicó Sofi con dulzura—. A veces no hace falta más que eso. Tú lo acompañas aunque no estés al lado.
Lala dudó un instante, con ganas de decirle que lo había vivido de cerca, que su ausencia esa mañana en el trabajo había sido como un golpe. Pero se mordió la lengua. Sofi no sabía que Martín y ella compartían la misma oficina, y prefería mantenerlo así, al menos de momento.
—Supongo que tienes razón… —respondió en voz baja.
—Por supuesto. —Sofi recuperó su tono chispeante—. Confía, Lala. No estás en la orilla. Aunque no lo veas, ya entraste en su vida mucho más de lo que crees.
El silencio que siguió fue cálido, cargado de complicidad.
—Ojalá todo salga bien —susurró Lala.
—Va a salir —aseguró Sofi—. Tomás me dijo que lo veía fuerte. Y cuando todo pase, él va a necesitar justo lo que tú le das.
Lala sonrió con los ojos húmedos. Y aunque no le contó todo, sintió que Sofi había vuelto a darle la calma que tanto necesitaba.
Cuando colgó con Sofi, Lala se quedó unos minutos en silencio, todavía abrazando el cojín. Tenía el corazón extraño, entre la calma que le había transmitido su amiga y la ansiedad que le provocaba no saber exactamente cómo estaba Martín.
Decidió levantarse. Encendió la luz del baño, dejó la ropa sobre una silla y abrió la ducha. El agua caliente comenzó a caer con un murmullo constante que llenó el pequeño espacio, envolviéndola como un refugio. Cerró los ojos, dejando que el vapor le borrara las preocupaciones del día.
Mientras se enjabonaba el cabello, en la mesada del lavabo su móvil vibró suavemente. Una vez. Dos veces. La pantalla se iluminó con un destello breve, reflejándose en el espejo empañado.
El mensaje quedó ahí, sin ser leído:
> Martín: “¿Puedo pasar a verte un rato?”
El agua siguió corriendo, golpeando sus hombros, ajena a la súplica silenciosa que esperaba en la pantalla.
Lala, perdida en el calor de la ducha y en sus pensamientos, no escuchó la vibración. No supo que Martín, agotado pero necesitado de ella, había reunido fuerzas para enviar ese mensaje apresurado, con la esperanza de que fuera recibido como un salvavidas.
La noche avanzaba, y entre el vapor del baño y el zumbido del agua, la oportunidad de ese encuentro quedó en suspenso, esperando a ser descubierta.
Lala salió de la ducha con la piel aún perlada de gotas y el cabello húmedo cayéndole sobre los hombros. Se envolvió en su bata blanca, anudándola con rapidez mientras sentía todavía el calor del vapor en su cuerpo. Caminó descalza hasta el lavabo y tomó el móvil, que descansaba sobre la mesada.
La pantalla mostraba una notificación atrasada.
Un mensaje de Martín.
Lo abrió con manos temblorosas:
> Martín: “¿Puedo pasar a verte un rato?”
La hora del envío le golpeó como un balde de agua fría. Treinta minutos atrás. Treinta minutos en los que ella había estado bajo la ducha, ajena, mientras él esperaba quizá una respuesta.
El corazón se le aceleró. Empezó a escribir con rapidez, las palabras atropellándose en la pantalla: “Sí, claro que sí, ven…”.
Pero no alcanzó a enviar nada.
El timbre sonó.
Un timbre corto, decidido, que resonó en el silencio de su piso.
Lala se quedó quieta, con el móvil aún en la mano, sin necesidad de mirar por la mirilla. Lo supo en un instante, con esa certeza que no necesitaba confirmación.
Era él.
Martín estaba allí, al otro lado de la puerta.
El timbre volvió a sonar, más breve esta vez, casi un roce.
Lala tragó saliva y caminó despacio hacia la puerta, con el corazón golpeando como si quisiera adelantarse. Giró el picaporte y la abrió con cuidado.
Allí estaba Martín.
No llevaba su habitual traje impecable, sino una camisa arrugada y el abrigo medio caído sobre un hombro. Tenía el cabello revuelto, los ojos enrojecidos y un gesto que mezclaba cansancio con necesidad.
Por un momento ninguno de los dos dijo nada. Solo se miraron.
Él, como buscando un refugio.
Ella, como si al fin entendiera lo mucho que necesitaba estar cerca.
Martín dio un paso adelante, sin pedir permiso, y Lala se hizo a un lado, dejando que la penumbra del pasillo se convirtiera en la calidez de su piso.