La tarde se hizo eterna. Lala miraba el reloj cada pocos minutos, intentando aparentar concentración frente al ordenador, aunque lo único que realmente repasaba eran mil versiones distintas de lo que iba a decirle a Martín cuando lo viera.
Cuando por fin terminó la jornada, salió de la oficina casi corriendo, con la sensación de estar escapando de una trampa invisible. Ni siquiera se atrevió a mirar atrás, temiendo que Clara la siguiera con sus preguntas implacables.
Ya en la calle, el móvil vibró en su bolso. Era un mensaje de Martín:
"Hoy no tengo fuerzas para salir… ¿te importaría venir a mi piso? Prometo café, aunque sea descafeinado."
El corazón de Lala dio un vuelco. No dudó ni un segundo.
Un par de horas después, estaba frente a la puerta de su edificio. Subió en el ascensor con las manos sudorosas y el estómago encogido, repasando mentalmente lo que iba a decir. Pero en cuanto se abrió la puerta y lo vio allí, esperándola, todas las palabras se le borraron.
Martín no llevaba chaqueta; la camisa, con los primeros botones desabrochados, dejaba entrever el cansancio del día. Sin embargo, en cuanto sus ojos se posaron en ella, su expresión cambió: los hombros se le relajaron y apareció en su rostro una sonrisa que parecía reservada solo para Lala.
—Hola —dijo él, con una voz más suave de lo habitual.
—Hola… —respondió ella, incapaz de contener la sonrisa.
Antes de que pudiera reaccionar, Martín se inclinó y la besó.
No fue un beso planeado ni medido: fue intenso, directo, como un impulso que había contenido demasiado tiempo. Lala apenas tuvo tiempo de sorprenderse; el mundo se redujo a la presión de sus labios y al vértigo que le recorrió el cuerpo entero.
Cuando Martín se apartó un instante, todavía con la respiración acelerada, la miró con una mezcla de nerviosismo y alivio, como si hubiera cruzado una línea de la que no podía volver.
—Tenía que hacerlo —murmuró, bajando la voz—. No podía esperar más.
Lala lo miró con los ojos muy abiertos, todavía intentando recuperar el aliento, y una sonrisa temblorosa se le escapó sin querer.
—Menos mal… —susurró, con un brillo travieso en la mirada—. Porque yo tampoco pensaba aguantar mucho más.
La tensión se rompió en una risa compartida, ligera y cómplice. Entonces Martín tomó su mano con naturalidad, como si ese gesto hubiera estado esperando toda la jornada, y la guio hacia dentro.
El piso estaba en penumbra, iluminado solo por la luz cálida del salón y el aroma a café recién hecho flotando en el aire. Martín cerró la puerta tras de sí y, sin soltarla, volvió a mirarla. Había en sus ojos una sinceridad desarmante.
—Tenía muchas ganas de verte —dijo, sin rodeos.
Ella bajó la mirada, incapaz de ocultar el rubor que le subía a las mejillas.
—Yo también… —admitió en un susurro.
Se quedaron así unos segundos, atrapados en un silencio cómodo, roto solo por el burbujeo lejano de la cafetera en la cocina. Martín la observaba como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro, y bajo esa mirada todo el nerviosismo de Lala se transformaba en algo cálido y tranquilo.
—Gracias por lo de anoche —dijo él al fin, con una voz grave y sincera—. Me salvaste más de lo que imaginas.
Lala lo miró despacio, dejando que sus palabras calaran. Había ternura en sus ojos, pero también una firmeza tranquila.
—Martín… no me tienes que dar las gracias. —Su voz fue suave, pero segura—. No pienso dejarte solo en esto.
Él la contempló en silencio, como si buscara grabar cada gesto en su memoria. Y, por un momento, pareció debatirse entre contenerse o dejarse llevar. No llegó a abrazarla, pero la forma en que se inclinó ligeramente hacia ella, la intensidad de su mirada, lo dijeron todo.
No necesitaban pronunciarlo: lo que compartían ya no cabía en excusas ni en silencios. Aquella noche no era un simple desahogo, sino el inicio de algo que había estado creciendo demasiado tiempo para seguir oculto.
Lala tragó saliva, intentando recuperar el aire que aquella mirada le había robado. Se obligó a hablar, aunque la voz le salió más suave de lo habitual:
—¿Y tu padre…? —preguntó, con una delicadeza que escondía su propia inquietud—. ¿Cómo sigue?
Martín desvió la vista un instante, como si necesitara ordenar lo que sentía antes de responder. Sus hombros se relajaron un poco y exhaló lentamente.
—Mejor —dijo al fin, con un suspiro cargado de alivio—. Los médicos creen que lo peor ya pasó. Está consciente, más tranquilo… y eso nos da aire a todos.
La sonrisa que acompañó sus palabras no era amplia, pero sí real, como un rayo de sol tímido abriéndose paso tras una tormenta.
Lala sintió cómo el peso en su pecho se aligeraba también, casi al mismo ritmo que el de él.
—Me alegro tanto, Martín —susurró, y la ternura en su tono bastó para que él la mirara de nuevo, con esos ojos cansados, pero llenos de algo nuevo.
—Pasa, ponte cómoda —dijo él, esbozando una sonrisa tenue mientras se desabrochaba el primer botón de la camisa.
Lala avanzó despacio, observando el lugar con una mezcla de curiosidad y pudor. El piso era cálido, sencillo, con libros apilados en la mesa de café y una manta desordenada en el sofá. Era un reflejo de él: sobrio, pero con detalles que hablaban de una vida real, no de una fachada.
—No esperaba que me invitaras a tu casa tan pronto… —murmuró ella, medio en broma, medio nerviosa.
Martín se pasó una mano por el pelo, despeinándolo aún más.
—Pasa, ponte cómoda —dijo él, esbozando una sonrisa tenue mientras se desabrochaba el primer botón de la camisa.
Lala avanzó despacio, observando el lugar con una mezcla de curiosidad y pudor. El piso era cálido, sencillo, con libros apilados en la mesa de café y una manta desordenada en el sofá. Era un reflejo de él: sobrio, pero con detalles que hablaban de una vida real, no de una fachada.
—No esperaba que me invitaras a tu casa tan pronto… —murmuró ella, medio en broma, medio nerviosa.