La oficina, que hacía apenas una hora estaba llena de voces y pasos, había quedado en silencio. Solo se escuchaba el golpeteo constante de la lluvia contra los ventanales y, a lo lejos, el ronroneo de la cafetera en reposo. Era viernes por la tarde, y el hecho de que todos hubieran escapado temprano al fin de semana solo acentuaba la soledad del lugar.
Lala caminaba despacio por el pasillo, fingiendo que aún revisaba unos papeles en su carpeta. En realidad, sabía que no tenía nada pendiente, pero el simple hecho de marcharse y dejar a Martín allí dentro le parecía imposible.
Se detuvo frente a la puerta de su despacho, entreabierta. Martín estaba inclinado sobre la mesa, el ceño fruncido, revisando un montón de documentos que debía firmar. La luz del flexo resaltaba sus facciones, dándole un aire más concentrado, más serio… y, a ojos de Lala, peligrosamente atractivo.
Tocó suavemente la puerta con los nudillos.
—¿Interrumpo?
Martín levantó la vista, sorprendido, pero al verla sonrió.
—Pensaba que ya te habías ido con el resto.
—Sí… bueno —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Digamos que tenía cosas… muy importantes que hacer aquí.
Él arqueó una ceja, divertido.
—¿“Cosas muy importantes”? ¿Como vigilarme mientras firmo papeles?
Lala entró, cerrando la puerta tras de sí.
—Exacto. Alguien tiene que asegurarse de que no te duermas entre informes.
Martín soltó una risa baja y negó con la cabeza, volviendo a mirar los papeles.
—Si me distraes así, puede que tarde el doble.
Ella se sentó en la silla de enfrente, cruzando las piernas con aire inocente.
—No me hago responsable de tus tiempos. Yo solo estoy aquí para… dar apoyo moral.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, pero no era incómodo. Afuera, la lluvia caía con fuerza, golpeando los cristales como un tambor constante. Lala apoyó la barbilla en la mano y lo observó trabajar: cómo se inclinaba, cómo mordía el bolígrafo cuando dudaba, cómo pasaba las hojas con esa concentración que parecía absoluta… hasta que, de pronto, la sorprendía con una mirada fugaz, como si supiera perfectamente que ella no podía dejar de mirarlo.
En uno de esos cruces de ojos, Martín dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—Si sigues observándome así, me vas a poner nervioso.
—¿Nervioso tú? —replicó ella, con una sonrisa burlona—. No lo creo.
Él sostuvo su mirada un par de segundos más y luego, con un gesto resignado, se recostó en la silla.
—Está bien. Admito que un poco.
Antes de que Lala pudiera responder, un trueno retumbó tan fuerte que las paredes parecieron vibrar. Ella dio un pequeño respingo y miró hacia la ventana: el diluvio era cada vez más intenso, las gotas resbalaban como ríos por el vidrio.
—Creo que no vamos a salir de aquí en un buen rato —murmuró, abrazándose los brazos.
Martín se levantó y caminó hasta la ventana, observando el cielo encapotado.
—Con esta tormenta, ni un taxi se va a animar a pasar.
—Pues estamos atrapados… —dijo ella, medio en broma, medio en serio.
Él se giró hacia ella, con esa media sonrisa traviesa.
—¿Y te molesta?
Lala fingió pensarlo unos segundos, pero la chispa en su mirada la delató.
—Depende… si hay café, tal vez no.
Martín soltó una carcajada y se acercó a la máquina de cápsulas en la esquina del despacho.
—Entonces estamos salvados. Café para dos, señorita improvisadamente ocupada.
Ella lo siguió con la mirada, reprimiendo una sonrisa. La lluvia golpeaba sin descanso los cristales, y la oficina vacía se sentía como un mundo aparte. Era viernes, no había prisa, y entre el aroma del café recién hecho, la cercanía de Martín y la intimidad forzada por la tormenta, todo parecía conjurarse para empujarlos a un terreno del que ninguno quería salir.
Martín le alcanzó la taza y, al rozarle los dedos, el contacto pareció más eléctrico que el café mismo. Lala la sostuvo entre sus manos, buscando calor, aunque en realidad el calor ya lo tenía demasiado cerca.
Se acercaron al ventanal. Afuera, la tormenta caía con furia, como si el mundo se hubiera empeñado en dejarlos a solas. Lala observaba el agua correr por el vidrio, cuando de pronto sintió los brazos de Martín rodeándola por la espalda. Su cuerpo se relajó de inmediato contra él, como si hubiera estado esperando ese abrazo desde siempre.
Un estremecimiento le recorrió la piel cuando notó un beso suave en la nuca.
—Martín… —susurró, sin atreverse a girarse.
Él apoyó la frente contra su cabello, cerrando los ojos.
—No quiero seguir escondiéndome, Mariana. No lo había planeado así, no me lo esperaba… pero contigo todo me desordena.
Ella se giró despacio entre sus brazos, con el corazón latiendo desbocado.—¿Y eso es malo?
Martín negó, con una sonrisa casi triste.—Al contrario. Es lo único que me hace sentir que estoy exactamente donde debería estar.
Lala lo miró en silencio unos segundos, intentando memorizar cada línea de su rostro bajo aquella luz tenue. Luego, sin pensarlo demasiado, llevó una mano a su mejilla y lo obligó a inclinarse hacia ella. El beso llegó lento, profundo, cargado de todo lo que ninguno se había atrevido a decir hasta ahora.
La taza de café aún tibia quedó olvidada sobre el alféizar mientras Martín la estrechaba contra su pecho, respondiendo con la misma intensidad. Sus labios se buscaron una y otra vez, como si temieran que en cualquier momento la tormenta se detuviera y el hechizo se rompiera.
Cuando por fin se separaron, ambos respiraban agitados. Lala apoyó la frente contra la de él y sonrió, temblando de emoción.—Pues… parece que estar atrapados no está tan mal, ¿no?
Martín rió bajito, acariciando su cintura.—Si esto es estar atrapado, que nunca salga el sol.
Cuando por fin se separaron, aún con la respiración entrecortada, Lala apoyó la frente contra la de él. Sus labios todavía ardían del beso, y la lluvia seguía marcando el ritmo en los cristales como si acompañara aquel instante suspendido.