La tarde transcurrió ligera, como un soplo que se escapa entre risas, caricias robadas y silencios cargados de significado. Afuera la tormenta había amainado, pero en el interior de Lala quedaba un eco parecido: ese vértigo dulce que aparecía cada vez que pensaba en lo que acababa de empezar con Martín. Y, sin embargo, cuando cayó la noche, la decisión seguía allí, latente, esperándola con la misma paciencia que un secreto que se sabe imposible de contener.
—¿Entonces? —preguntó ella, apoyada contra el marco de la puerta, mientras lo observaba abrocharse la camisa frente al espejo.
Martín, con esa calma provocadora que parecía hecha para desequilibrarla, sonrió sin apartar la vista de su reflejo.
—Entonces lo decimos. Sin discursos, sin rodeos. Los citamos en un bar y entramos juntos. Que nos vean, que lo entiendan en el acto.
Lala arqueó una ceja, divertida.
—¿Así de fácil?
—Así de claro —replicó él, girándose para besarla en la frente con un gesto que desarmaba cualquier duda—. Nada de medias tintas.
Ella rió nerviosa, pero su mano buscó instintivamente la de él, como si necesitara anclarse a algo sólido en medio de ese salto al vacío. Y él, como siempre, estaba allí, firme y seguro, sosteniéndola como si no existiera nada de qué temer.
Un par de mensajes después, Sofi y Tomás aceptaban la cita en un bar céntrico. La excusa era perfecta: un sábado por la noche, unas cañas rápidas para despedir la semana. Ni Sofi ni Tomás sospechaban que iban a presenciar algo más que una salida informal.
El lugar estaba lleno, vibrante. La música sonaba lo bastante alta como para darle ambiente, pero lo bastante baja como para dejar que las conversaciones se adueñaran del espacio. El aroma de tapas recién hechas se mezclaba con el olor a cerveza fría y madera húmeda. En una esquina, Sofi revisaba distraída su móvil mientras Tomás, fiel a su estilo, ya bromeaba con el camarero y pedía las primeras rondas de cervezas como si fueran viejos amigos.
Sofi estaba perdida en la pantalla, hasta que algo la obligó a levantar la vista. Y entonces la escena la dejó con los ojos como platos.
Martín entraba al bar con paso seguro, su altura imponiéndose incluso entre la multitud. A su lado, Lala lo seguía tomada de su mano, con una sonrisa nerviosa pero radiante que hablaba por sí sola. No era una entrada casual, no era un gesto inocente: era la presentación oficial de algo que se había estado cocinando en silencio y que, por fin, veía la luz.
Tomás se quedó con la boca entreabierta, la jarra a medio camino de la mesa, como congelado en una foto ridícula. Sofi, en cambio, soltó una carcajada incrédula, tapándose la boca con una mano.
—No puede ser… —murmuró, con los ojos brillándole de sorpresa—. ¡No puede ser!
Martín apretó la mano de Lala con un gesto firme y la guió hasta la mesa. Su voz, clara y segura, cortó la expectación.
—Pues sí. Ya era hora de que lo supieran.
Lala sintió las miradas sobre ella como un foco de teatro. Tragó saliva, pero no soltó su sonrisa; al contrario, la reforzó, con esa mezcla de miedo y felicidad que la hacía vibrar por dentro.
—Estamos juntos —dijo, con la voz firme aunque el estómago le cosquilleara.
Tomás tardó un segundo más en reaccionar, pero cuando lo hizo, se echó hacia atrás en la silla, soltando una carcajada que hizo que la gente de la mesa de al lado lo mirara.
—¡Vosotros dos! ¡En serio! —y, tras un parpadeo incrédulo, alargó la mano hacia Martín para darle un golpe amistoso en el hombro—. Hermano… no me lo esperaba, pero tengo que admitir que tiene todo el sentido.
Martín sonrió, relajado por primera vez en toda la noche, y se dejó contagiar por la risa.
—La idea era esa. Sorprenderos.
Sofi, mientras tanto, no se conformó con palabras. Se levantó de un salto y abrazó a Lala, todavía riéndose, todavía sin poder creérselo.
—¡Sabía que algo raro había! —exclamó, apretándola fuerte—. Ese brillo en tus ojos no era de dormir ocho horas, Lala. ¡Era de otra cosa!
Lala se sonrojó, riéndose también, y le devolvió el abrazo con torpeza.
—Bueno… vale, quizá no fui muy discreta.
—Discreta nada —intervino Tomás, alzando la jarra en dirección a Martín—. Tú tampoco lo fuiste. ¡Si hasta Sofi me decía: “míralo, tiene pinta de que algo pasa”!
Sofi asintió, divertida, mientras se sentaba de nuevo.
—Claro que sí. Te lo dije un millón de veces. Yo sabía que hacíamos bien en presentaros. —Le guiñó un ojo a Lala—. El experimento salió perfecto.
—El experimento —repitió Martín, arqueando una ceja con teatralidad.
—Obvio —añadió Sofi, dándole un sorbo a su cerveza como si nada—. A ver, nosotros sabíamos que encajabais. Solo había que daros un pequeño empujón.
—Pequeño, dice… —bufó Lala, riéndose y tapándose la cara—. ¡Me tirasteis directamente al vacío!
La noche avanzó entre brindis y carcajadas. Sofi no dejaba de lanzar preguntas —“¿desde cuándo?”, “¿quién dio el primer paso?”, “¿qué vamos a hacer cuando se entere medio mundo?”— mientras Tomás, con su humor habitual, hacía comentarios que conseguían ruborizar a Lala más de una vez.
Lala y Martín, entre tanto, se miraban de reojo, compartiendo esa chispa secreta que había dejado de ser un secreto, pero que seguía siendo solo suya. Esa noche, entre cañas, amigos y promesas nuevas, supieron que habían cruzado una línea. Y, para su sorpresa, el mundo no se había derrumbado.
Cuando por fin salieron del bar, la lluvia había dado tregua y el aire fresco de la ciudad los envolvió como un respiro. Las luces de las farolas se reflejaban en el asfalto húmedo, y las calles, a medio vaciar, parecían susurrar la calma de un sábado que se apagaba lentamente.
—No lo supero todavía, ¿Martín es el mini sr. Rivas?—dijo Sofi, abrazándose a su chaqueta mientras caminaba—. ¡Vosotros dos! Encima lo contáis así, como quien dice “vamos a pedir otra ronda”.
Lala se rio nerviosa, apretando un poco más la mano de Martín.
—Para nosotros también fue una sorpresa!