Conexión inesperada

Capítulo 42

El reloj del salón marcaba las doce y media cuando Lala, después de varias idas y vueltas frente al armario, decidió al fin ponerse un vestido sencillo en tonos crema, con un abrigo ligero por encima. Se miró al espejo con una mezcla de nervios y expectación: no era una cita cualquiera, era la primera vez que iba a compartir con los padres de Martín.

Mientras se abrochaba los pendientes, una vocecita insistía en su cabeza: ¿Y si no les gusto? ¿Y si me miran raro? Tragó saliva y se obligó a sonreírse en el reflejo. “Basta”, se dijo, “solo sé tú misma”.

Martín la pasó a buscar poco después, puntual como siempre. Cuando la vio salir del portal, se le iluminó la cara. Ella intentó restarle importancia a su propio nerviosismo con una broma:

—Dime que no vamos a una boda y que me vestí de más.

—Estás perfecta —respondió él, serio, y ese tono bastó para que a Lala se le ablandara el estómago.

El trayecto en coche fue corto, pero cargado de silencios cómplices. De vez en cuando él le rozaba la mano sobre la palanca de cambios, y ella, sin pensarlo demasiado, entrelazaba los dedos con los suyos. La tensión se mezclaba con una ilusión contenida, esa sensación de estar dando un paso hacia algo que importaba.

La casa de los Rivas estaba en una zona residencial tranquila, con jardines cuidados y un portal que olía a flores frescas. Apenas bajaron del coche, Lala sintió que la respiración se le aceleraba. Martín lo notó y, antes de tocar el timbre, le susurró al oído:

—Tranquila. Vas a estar bien.

La puerta se abrió y fue la madre de Martín, elegante y sonriente, quien los recibió.

—¡Hijo! —lo abrazó primero a él, y luego posó la mirada en Lala con calidez—. Y tú debes de ser Mariana.

—Sí, encantada —respondió ella, tratando de sonar firme.

La casa estaba impregnada de aromas hogareños: guiso, pan recién horneado, un ligero toque de especias. Desde el pasillo llegaban risas y el murmullo de una conversación animada. El padre de Martín, sentado ya en la mesa del comedor, levantó la vista en cuanto entraron.

—Así que esta es la famosa Mariana —dijo con voz grave, esbozando una sonrisa—. Bienvenida.

Lala estaba a punto de responder con un simple “gracias” cuando algo en la expresión del hombre cambió. Sus ojos se abrieron con un destello de reconocimiento.

—Un momento… —murmuró, inclinándose hacia adelante—. ¿No eres tú la que escribió aquel informe de marketing sobre la campaña de energías renovables?

Lala parpadeó, sorprendida.

—Bueno… sí, probablemente. Trabajo en el área de marketing.

El Sr. Rivas chasqueó los dedos con entusiasmo.

—¡Lo sabía! Ese documento fue brillante. Lo leí en una reunión del consejo y pensé: “quien haya escrito esto entiende realmente cómo comunicar lo importante”.

El elogio cayó como un bálsamo. Lala, que esperaba interrogatorios incómodos, se encontró de golpe con la admiración genuina del padre de Martín. El propio Martín la miró con orgullo, como diciendo: te lo advertí, no tenías nada que temer.

El almuerzo comenzó entre platos de sopa caliente y pan recién cortado. La mesa era amplia, de madera oscura, y estaba rodeada de un ambiente cálido. Había fotos familiares en la pared, el reloj de péndulo marcaba un ritmo constante y los cubiertos tintineaban acompasados con la conversación.

La madre de Martín se mostró curiosa pero amable, preguntándole a Lala por su familia, sus estudios, sus aficiones. Lala respondía con naturalidad, y a medida que avanzaba la comida se fue relajando. Cada tanto, bajo la mesa, sentía la rodilla de Martín rozar la suya, un recordatorio de que no estaba sola.

—Así que también escribes cuentos cortos —comentó la madre, con una sonrisa—. Martín nos había dicho que tienes talento con las palabras.

—Bueno, lo intento… —replicó Lala, sonrojada.

—No lo intentes, hazlo —intervino el Sr. Rivas, con una seriedad casi solemne—. La claridad con la que redactas no se aprende fácilmente.

Martín no pudo contener la risa.

—Papá, estás a punto de convertir la comida en una entrevista de trabajo.

Todos rieron, y el hielo se rompió por completo.

El segundo plato fue un asado jugoso con verduras, y el ambiente se volvió aún más distendido. Lala se sorprendió riendo de anécdotas familiares, escuchando historias de la infancia de Martín que él, entre divertido y resignado, intentaba suavizar.

—¿Te contó que de niño quería ser astronauta? —preguntó la madre, entre carcajadas.

—¡Mamá! —protestó Martín, llevándose la mano a la frente.

—Y se ponía un casco de bicicleta para simular la gravedad cero.

Lala no pudo contener la risa, y Martín la miró fingiendo indignación, aunque en sus ojos brillaba la complicidad.

El postre llegó en forma de tarta casera de manzana. Lala ayudó a servir los platos y, en ese gesto sencillo, sintió que formaba parte de la dinámica familiar. Conversaron sobre libros, viajes y películas, y cada vez que hablaba, el padre de Martín asentía con atención genuina.

Ya en el café, la madre comentó:

—Mariana, espero que no sea la última vez que te tengamos aquí.

El calor que sintió Lala en el pecho no se debía solo al café. Era la sensación de pertenencia, de haber pasado una prueba que ni siquiera sabía que necesitaba superar.

Cuando se despidieron, la madre le dio un abrazo sincero, y el padre le estrechó la mano con firmeza.

—Un placer conocerte. Y gracias por devolverle la sonrisa a nuestro hijo —dijo en voz baja, solo para que ella lo escuchara.

Aquellas palabras la acompañaron hasta el coche.

El camino de regreso transcurrió en silencio al principio. La lluvia fina golpeaba el parabrisas y las luces de la ciudad se reflejaban en el asfalto mojado. Lala se recostó en el asiento, todavía asimilando lo ocurrido.

—¿Ves? —dijo Martín al fin, sin apartar la vista de la carretera—. Te lo dije: no tenías nada que temer.




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