El estudio estaba lleno de movimiento: luces que subían y bajaban, cámaras ajustándose, asistentes corriendo de un lado a otro con carpetas, cables enredados que siempre parecían estar esperando a la próxima víctima. El bullicio era constante, pero para Lala todo sonaba amortiguado, como si sus pensamientos se interpusieran entre ella y el ruido.
Trató de enfocarse en el guion de la publicidad, pero cada vez que levantaba la vista sus ojos terminaban encontrándose —sin querer— con los de Martín. O mejor dicho, era él quien encontraba los suyos, porque ella hacía un esfuerzo casi olímpico por evitarlo. Y aun así, lo sentía cerca, inevitable, con esa mandíbula apretada que tanto conocía. Estaba molesto. Y lo peor era que ella también lo sabía: no iba a soltarlo fácilmente.
La incomodidad se mezclaba con los ecos de la conversación que había tenido la noche anterior con Sofi. Las palabras de su amiga se repetían en su cabeza como un disco rayado: “No puedes seguir escondiéndote, Lala. Si él de verdad te importa, tienes que hablarle claro. Si no, Carlota va a hacer su juego y tú vas a quedarte mirando cómo te lo arrebata sin ni siquiera pelear.”
En ese momento, Lala había fingido reír, respondiendo con evasivas: “No es tan simple, Sofi… no puedo arriesgarme.” Pero ahora, con Martín al otro lado del set, mirándola de ese modo intenso que siempre conseguía desarmarla, entendió que sí era tan simple. O lo encaraba, o lo perdía.
Se removió en su silla, fingiendo revisar de nuevo el guion, aunque las letras se mezclaban en la página. La voz de Sofi seguía resonando en su mente, más clara que nunca: “Él ya te eligió, pero si no confías en eso… al final vas a ser tú la que se aparte.”
Lala tragó saliva, consciente de que en medio del caos del rodaje había otra tormenta mucho más peligrosa: la que rugía en su propio pecho.
El estudio estaba lleno de movimiento: luces que subían y bajaban, cámaras ajustándose, asistentes corriendo de un lado a otro con carpetas, cables enredados que siempre parecían estar esperando a la próxima víctima. El bullicio era constante, pero para Lala todo sonaba amortiguado, como si sus pensamientos se interpusieran entre ella y el ruido.
Trató de enfocarse en el guion de la publicidad, pero cada vez que levantaba la vista sus ojos terminaban encontrándose —sin querer— con los de Martín. O mejor dicho, era él quien encontraba los suyos, porque ella hacía un esfuerzo casi olímpico por evitarlo. Y aun así, lo sentía cerca, inevitable, con esa mandíbula apretada que tanto conocía. Estaba molesto. Y lo peor era que ella también lo sabía: no iba a soltarlo fácilmente.
La incomodidad se mezclaba con los ecos de la conversación que había tenido la noche anterior con Sofi. Las palabras de su amiga se repetían en su cabeza como un disco rayado: “No puedes seguir escondiéndote, Lala. Si él de verdad te importa, tienes que hablarle claro. Si no, Carlota va a hacer su juego y tú vas a quedarte mirando cómo te lo arrebata sin ni siquiera pelear.”
En ese momento, Lala había fingido reír, respondiendo con evasivas: “No es tan simple, Sofi… no puedo arriesgarme.” Pero ahora, con Martín al otro lado del set, mirándola de ese modo intenso que siempre conseguía desarmarla, entendió que sí era tan simple. O lo encaraba, o lo perdía.
Se removió en su silla, fingiendo revisar de nuevo el guion, aunque las letras se mezclaban en la página. La voz de Sofi seguía resonando en su mente, más clara que nunca: “Él ya te eligió, pero si no confías en eso… al final vas a ser tú la que se aparte.”
Y justo entonces, como si el universo quisiera poner a prueba esa inseguridad, Carlota apareció caminando hacia ellos con paso firme, blazer perfectamente ajustado y sonrisa brillante.
Martín la vio acercarse y, de golpe, recordó la discusión con Lala en el pasillo de la oficina apenas dos días atrás. La imagen se le vino encima: la mirada esquiva de ella, los mensajes cortos desde entonces, solo saludos formales, palabras medidas, como si cada sílaba hubiera pasado por un filtro de tensión. Esa distancia que parecía crecer con cada silencio, con cada sonrisa que ella le negaba. Un cosquilleo en el estómago le recordó cuánto la extrañaba, aunque su orgullo lo mantenía rígido.
Carlota llegó a su lado, libreto en mano.
—Martín, ¿puedes revisar esta parte del guion? Creo que necesitamos ajustar algunos detalles.
Él la miró, serio, sin un atisbo de duda.
—Carlota, eso le corresponde a Mariana —dijo, señalando discretamente a Lala—. Ella está a cargo del guion, confío en que lo resolverá.
Lala, sorprendida, sintió cómo se le aceleraba el corazón. Martín había dejado claro su rol, y al mismo tiempo la veía a ella, reconociéndola frente a todos como la responsable.
Carlota, sin inmutarse del todo, sonrió con esa suficiencia que hacía hervir la sangre de Lala. Se inclinó para mostrar un detalle del guion, buscando su espacio, pero Martín permaneció firme, observando la situación con una mezcla de molestia y control.
Entonces, por un instante, el ruido del estudio pareció apagarse. Lala levantó la vista y lo encontró a él mirándola fijamente. No había reproche en esos ojos oscuros, sino algo mucho más profundo: una súplica silenciosa, un recordatorio de todo lo que quedaba pendiente entre ellos. Lala sintió cómo la respiración se le aceleraba, cómo la piel se le erizaba bajo esa mirada que parecía decirlo todo sin pronunciar una sola palabra.
El mundo volvió de golpe cuando Carlota carraspeó suavemente, inclinándose aún más sobre la mesa.
—Entonces, ¿qué opinas, Martín? —preguntó, como si nada de ese cruce hubiera sucedido.
Él no apartó la mirada de Lala hasta el último segundo, como si se negara a dejarla ir incluso en medio del torbellino.
Lala sintió que si se quedaba un segundo más bajo la mirada de Martín iba a terminar derretida sobre la mesa de producción. Así que, con un movimiento torpe, agarró el libreto, fingió que tenía que revisar algo urgente y salió disparada hacia el camerino más cercano.