Conexión inesperada

Capítulo 43

Lala llevaba la taza de café entre las manos, apoyada en la mesa del salón, con el pelo todavía revuelto y el eco de la noche anterior latiendo en cada rincón del piso. Martín se había ido hacía poco, no sin antes besarla hasta casi robarle el aliento en la puerta, con esa insistencia que parecía decirle no quiero dejarte. Ella le sonrió, le deseó buen día y esperó hasta que el sonido de sus pasos desapareció en el pasillo.

Entonces, el silencio la golpeó.

Era un silencio denso, distinto al de otras mañanas. No era calma, era ausencia. El vacío de alguien que había llenado el espacio durante horas y, de repente, ya no estaba. Se miró los dedos, aún con la sensación de su piel entre los labios, y sintió cómo una ola de vértigo le recorría el pecho.

De repente, todo lo vivido en las últimas veinticuatro horas se acumuló en su interior: la calidez de la familia Rivas, la mirada orgullosa de su padre, las bromas de su madre, el abrazo de Martín al recibirla… y después la intimidad de la noche, sus palabras, el te quiero.

Un te quiero que había sido real, directo, sin condiciones.

Lala dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco. El ruido resonó demasiado alto en el salón vacío. Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro, con los brazos cruzados y el corazón acelerado.

—No… no, esto no puede ser —murmuró, como si al decirlo en voz alta pudiera convencer a su propia mente.

Recordó su última relación, el derrumbe que la había dejado hecha pedazos, la promesa que se hizo frente al espejo: no volverás a entregarte así nunca más. No vas a dejar que alguien te vuelva a romper.

Y, sin embargo, ahí estaba Martín, derribando cada uno de esos muros con una facilidad que la asustaba.

Necesitaba hablar con alguien. Con alguien que la conociera de verdad, que supiera leer entre sus frases y no se dejara engañar por su fachada de mujer fuerte y autosuficiente. Marcó el número de Sofi, sin pensarlo demasiado.

—¿Hola? —contestó la voz somnolienta de su amiga.

—Sofi, ¿tienes un rato? Necesito verte.

La preocupación se reflejó en la rapidez de la respuesta:

—Claro, ¿qué ha pasado? ¿Estás bien?

—Sí, sí… bueno, no lo sé. Solo… necesito hablar. ¿Podemos vernos a la salida del trabajo en la cafetería de siempre?

—Hecho. Allí estaré.

Lala colgó y se quedó unos segundos mirando la pantalla apagada. Sentía la urgencia de vaciar todo lo que llevaba dentro.

El trayecto al trabajo fue silencioso; la ciudad parecía moverse con normalidad mientras ella intentaba ordenar sus pensamientos. Bajó al metro, se dejó llevar entre la marea de gente, escuchó a un niño que preguntaba a su madre por qué iban tan deprisa. Todo seguía su curso, como si el mundo entero no hubiera cambiado la noche anterior.

Su móvil vibró un par de veces con mensajes de Martín: “¿Has dormido bien?”; “Pienso en ti.” Los leyó de reojo, pero decidió no contestar. No quería arrastrar la intensidad de la noche anterior al día laboral. Le dolió ignorarlo, pero necesitaba espacio para respirar.

En la oficina todo transcurrió con su rutina habitual: correos, reuniones internas, organización de documentos. Martín no estaba: tenía agenda y reuniones fuera de la empresa durante toda la jornada. Lala notó, quizá por primera vez, lo extraño que era pasar un día completo sin verlo, y cómo su ausencia dejaba un hueco inquietante en la oficina. Cada vez que levantaba la vista hacia su escritorio, esperaba ver su silla ocupada, su café preparado de la manera habitual, un post-it tonto con un garabato… y no había nada de eso.

El día se hizo interminable. Sentía los ojos pesados, como si no hubiera dormido. Al terminar la jornada, recogió sus cosas con un suspiro y salió del edificio. Necesitaba aire. Necesitaba hablar con Sofi.

El murmullo de la cafetería la reconfortó en cuanto cruzó la puerta. El aroma del café recién hecho, la mezcla de conversaciones cruzadas, las cucharillas chocando contra las tazas. Era un ruido cotidiano, pero cálido, que servía de refugio.

Sofi llegó con el pelo recogido a toda prisa y cara de lunes por la tarde, pero al verla se sentó de golpe y le cogió la mano.

—¡Lala! —exclamó, inclinándose hacia ella—. ¿Qué tal tu día?

—Largo —respondió con una sonrisa débil, casi forzada.

—Vale, dispara. ¿Qué pasa?

Lala la miró, intentando ordenar las palabras.

—Es Martín.

—Ajá… —Sofi arqueó una ceja, con esa habilidad suya para captar la esencia antes de que Lala terminara—. Eso ya lo suponía por tu cara de “esto es grave pero también maravilloso”.

—Grave y maravilloso, exactamente —dijo Lala con un suspiro.

Se quedó un momento callada, jugueteando con la cucharilla del café, como si necesitara que sus manos hicieran ruido para poder soltar lo que pesaba.

—Conocí a sus padres. Todo fue increíble. Y después… —se mordió el labio—. Pasó lo que tenía que pasar.

Sofi sonrió de lado. —Ajá, entiendo…

—No, no entiendes. Me dijo que me quería.

El silencio se instaló entre ellas. Sofi dejó de mover la taza y la miró fijamente, calibrando la magnitud de lo que acababa de escuchar.

—¿Y tú?

—Yo… le dije que también.

—¿Porque lo sientes o porque no supiste qué decir?

La pregunta la atravesó como un cuchillo fino. Lala bajó la mirada, sintiendo un nudo en el estómago.

—Eso es lo peor, Sofi. Creo que lo siento. Creo que me estoy enamorando de él. Y no debería.

—¿Por qué no? —preguntó su amiga con suavidad, sin soltarle la mano.

Lala apoyó la frente en la mano, agotada.

—Porque me prometí no volver a pasar por esto. No volver a abrirme. Y ahora siento que Martín está desmontando todas mis defensas… y tengo miedo.

Sofi guardó silencio un instante, como si midiera cada palabra. Luego le apretó la mano.

—Quizá, Lala, no se trata de si “deberías” o no enamorarte. Quizá es simplemente que ya lo estás.

La respiración de Lala se volvió temblorosa. Aquella certeza, dicha en voz alta, la asustaba más de lo que la consolaba.




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