El día comenzó como cualquier otro día laboral, pero para Lala no había rutina posible. Cada paso hacia la oficina estaba cargado de expectativa y ansiedad. Su mente seguía atrapada entre la tarde anterior y la mirada de Martín, y aunque había intentado ordenar sus pensamientos, sentía un nudo constante en el estómago.
Al entrar en la oficina, intentó disimular su estado con pasos firmes y una sonrisa neutral. Sin embargo, al cruzar el pasillo hacia su escritorio, su mirada buscó inevitablemente la puerta de cristal del despacho de Martín. Allí estaba él, impecable como siempre: traje oscuro, corbata ligeramente floja, chaqueta descansando sobre el respaldo de la silla, y esos ojos que parecían leerla a cada segundo. Concentrado, serio, con esa manera de sostener el bolígrafo entre los dedos que la volvía loca. Nadie lo sospechaba, pero bajo ese aire de jefe meticuloso se escondía el mismo hombre que la abrazaba en la cocina a medianoche y le robaba besos entre risas.
Martín levantó la vista en ese instante, como si hubiera sentido su mirada, y apenas la vio, sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible. El corazón de Lala dio un brinco. Disimuló, girándose rápidamente hacia su mesa, aunque la vibración de su móvil la delató segundos después.
Un mensaje brillaba en la pantalla:
> “Buenos días, preciosa. Hoy tienes café pendiente conmigo (sí, lo cuento como deuda).”
Sonrió con un hilo de risa contenida y escribió rápido:
> “¿Deuda? Yo recuerdo haber pagado con intereses…”
Martín leyó el mensaje y negó con la cabeza, divertido. A ojos de los demás parecía serio, pero Lala lo conocía demasiado bien: esa leve arruga en la comisura de su boca delataba su sonrisa contenida.
La mañana avanzó con su ritmo habitual: correos urgentes, llamadas que parecían no terminar nunca y un informe que debía estar listo para la reunión de las once. Entre tanto, ellos encontraban pequeñas rendijas para alimentarse de complicidad, como si ese juego secreto fuera lo único que les mantenía a flote en medio del caos.
La reunión de las once trajo consigo la tormenta: el nuevo proyecto.
El ambiente estaba revolucionado, todos querían brillar, y la sala de juntas parecía una colmena en pleno vuelo.
Cuando entró la representante de la empresa que los iba a contratar, Lala sintió el aire tensarse. Entró con paso decidido. Alta, elegante, con un vestido rojo que llamaba la atención desde cualquier ángulo.
—¡Martín! —exclamó con entusiasmo, acercándose a él sin reparos. Le dio dos besos con un tono demasiado familiar—. Qué alegría volver a coincidir contigo. Estás exactamente igual… aunque, diría, más atractivo.
Lala sintió un nudo en el estómago. El aire pareció espesarse. Se obligó a mantener el gesto neutro, aunque cada fibra de su cuerpo gritaba incomodidad.
Martín, incómodo, sonrió apenas, con diplomacia. —Carlota, bienvenida. —Y apartó la silla para que se sentara lo más lejos posible de él, intentando que Lala notara el gesto.
Pero ya era tarde: había visto la chispa en los ojos de Carlota, y también la forma en que ella se inclinaba demasiado al hablarle.
Lala, sentada cerca, notó de inmediato la tensión en el aire. Observó la forma en que Martín se enderezaba, cómo sus hombros se tensaban ligeramente.
Carlota comenzó la presentación con voz firme y clara, proyectando seguridad en cada palabra. Hablaba de presupuestos, plazos y estrategias, pero Lala no podía quitarle los ojos de encima a Martín. Cada vez que él asentía, fruncía ligeramente el ceño o sonreía de manera breve, había algo en su gesto que contaba una historia que nadie más podía leer. Lala se mordió el labio, divertida por lo torpemente humano que se mostraba su jefe frente a alguien que claramente conocía muy bien.
—Como pueden ver —dijo Carlota, señalando la pantalla—, queremos que este proyecto tenga un impacto inmediato en el mercado. Necesitamos un equipo que pueda manejar la presión y entregar resultados impecables.
Martín tomó la palabra, con la voz firme pero con esa nota de afecto secreto que reservaba solo para Lala.
En un momento, mientras Carlota explicaba un gráfico, Lala sintió que Martín la miraba desde el otro extremo de la mesa. No fue un segundo, fue algo más largo, como un recordatorio silencioso. Ella tragó saliva, devolviendo la mirada con una sonrisa nerviosa.
—¿Todo bien? —le susurró Clara, su compañera de marketing, que estaba sentada a su lado.
—Sí, sí —mintió Lala, apretando el bolígrafo con fuerza.
Martín, como siempre, dominaba la escena. Con la chaqueta perfectamente ajustada y la voz clara, exponía los avances y próximos pasos del proyecto. Cada palabra sonaba firme, segura, convincente. El tipo de discurso que hacía que todos lo miraran con admiración… todos menos Lala, que, aunque tenía la vista fija en su libreta, en realidad estaba más pendiente de cómo Carlota asentía con la cabeza cada vez que él hablaba.
El lápiz de Lala trazaba líneas rectas que no llevaban a ninguna parte en la hoja. Se mordía el labio sin darse cuenta y su pie golpeaba suavemente el suelo, un tic nervioso que la delataba.
—…y con eso cerraríamos la primera fase de producción —concluyó Martín, mirando alrededor de la mesa. Entonces sus ojos se detuvieron en ella—. ¿Mariana? ¿Qué opinas?
El golpe en el estómago fue inmediato. Ella parpadeó, tragó saliva y forzó una sonrisa mientras enderezaba la espalda.
—Ah… sí, claro, estoy de acuerdo —respondió rápido, sin siquiera procesar del todo qué había dicho él en los últimos dos minutos.
Un par de compañeros asintieron, siguiendo el hilo de Martín, pero él no apartó la mirada de ella. Frunció apenas el ceño, lo suficiente para que Lala sintiera el calor subiéndole a las mejillas.
Carlota, en cambio, sonrió y agregó con entusiasmo:
—Sabía que ibas a decir eso, Martín. Es la mejor opción, sin duda.
Martín asintió, agradeciendo el comentario con un gesto breve, y volvió a explicar los detalles.