Conexión inesperada

Capítulo 45

La mañana siguiente comenzó con un aire extraño. No era que la oficina estuviera realmente más ruidosa de lo habitual, sino que, para Lala, cada carcajada, cada clic de teclado, cada llamada telefónica resonaba amplificada, como si el mundo entero se hubiera confabulado para remarcar la incomodidad que sentía dentro.

Martín entró puntual, como siempre. Llevaba el abrigo sobre el brazo, la carpeta de reuniones en la mano y un café recién hecho en la otra. Saludó con un gesto leve al equipo, apenas un movimiento de cabeza, y desapareció en dirección a su despacho. Nada fuera de lo común, excepto por un detalle que a Lala no se le escapó: ni la más mínima mirada hacia ella.

Normalmente encontraba cualquier excusa para acercarse. Una broma en la máquina de café, un guiño rápido al pasar por su mesa, una nota absurda dejada sobre algún documento. Pero esa mañana, nada. Silencio absoluto.

Lala bajó la vista hacia los informes que fingía revisar, aunque no había leído ni una línea. Sentía los músculos tensos, como si su cuerpo entero estuviera pendiente de cada paso de él.

Diego, desde la mesa contigua, no tardó en notar la rareza.

—Oye, ¿qué le pasa a tu jefe? —susurró, inclinándose hacia ella con un aire conspirativo—. Está más serio de lo normal.

—No lo sé —respondió ella demasiado rápido.

—¿Seguraaa? —canturreó Diego, con una ceja arqueada y una sonrisa de medio lado.

Lala se encogió de hombros, torpe, intentando restarle importancia. No estaba para confidencias.

El reloj avanzó con pesadez hasta el mediodía. Fue entonces cuando apareció Carlota. La entrada de la representante de la otra empresa rompió la rutina como un chasquido. Sus tacones resonaron sobre la moqueta mientras atravesaba la oficina con paso firme, sonrisa impecable, el cabello perfectamente colocado. Se dirigió sin vacilar hacia el despacho de Martín, como si aquella fuese su segunda casa.

La puerta quedó entornada, y no pasaron ni dos minutos antes de que las risas se filtraran hacia el pasillo. Un sonido ligero, casual, pero para Lala fue como un golpe directo en el estómago.

Se obligó a mirar la pantalla de su ordenador, a teclear cualquier cosa para disimular. Pero al final no resistió. Giró la cabeza apenas un segundo y lo vio: Carlota apoyada en el borde del escritorio, inclinada hacia Martín, que permanecía de pie frente a ella, escuchando con atención.

Lala apretó los dientes, el pulso acelerado. El zumbido de la oficina desapareció bajo el peso de esa imagen.

Fue demasiado.

Se levantó de golpe, con un impulso casi instintivo, y salió al pasillo buscando oxígeno. No tenía un plan, no sabía adónde iba, solo necesitaba escapar de esa visión antes de que la rabia o el miedo se le notaran en la cara.

Pero antes de llegar al ascensor, la voz de Martín la alcanzó como un látigo:

—¡Mariana!

Se detuvo en seco. Su corazón se disparó, golpeando con tanta fuerza que creyó que él podría escucharlo. Giró despacio, intentando mantener la calma.

—¿Qué? —preguntó, fingiendo indiferencia.

Martín avanzó hacia ella, con el ceño fruncido y los ojos ardiendo de una mezcla de frustración y necesidad.

—Necesitamos hablar. Ahora.

El pasillo parecía encogerse a su alrededor. Lala quedó con la espalda pegada a la pared, atrapada entre el impulso de huir y la fuerza de su mirada.

—¿Vas a seguir evitándome? —preguntó él, en voz baja pero firme. No sonaba enfadado, sino impaciente, dolido.

Lala inspiró con fuerza.
—No te estoy evitando, Martín. Solo… estoy ocupada.

Él arqueó una ceja, repitiendo sus palabras como si fueran un eco cargado de reproche.

—Ocupada. —Su voz bajó aún más, grave—. Anoche también estabas “ocupada”.

El estómago de Lala se encogió. Cruzó los brazos, intentando ocultar el temblor de sus manos.

—No tengo por qué darte explicaciones cada segundo de mi vida.

La respuesta salió más fría de lo que pretendía, y en cuanto las palabras abandonaron sus labios, supo que le dolerían.

Martín la observó fijamente. Y lo que encontró en sus ojos no fue ira, sino algo peor: decepción.

—No te las pido por obligación, Mariana —dijo despacio, cada sílaba pesando—. Te las pido porque me importas. Y porque me importa saber por qué, de repente, levantas una muralla entre nosotros.

Ella apartó la mirada hacia la moqueta, incapaz de sostener el peso de sus ojos.

—No estoy poniendo ninguna muralla —murmuró, aunque ni siquiera ella creyó en esas palabras.

Martín suspiró, pasándose una mano por el cabello con gesto frustrado. Dio un paso hacia atrás, como si comprendiera que insistir ahí, bajo la mirada potencial de cualquiera, solo haría más evidente la grieta.

—Bien. —Su voz sonó tensa—. Pero no me trates como si fuera un extraño.

Lala abrió la boca, dispuesta a responder, pero no tuvo tiempo. La puerta del despacho se abrió y Carlota salió con esa sonrisa amplia que llenaba todo el aire, ajena a la tensión que se palpaba en el pasillo.

—Martín, ¿puedes revisar esto conmigo? —preguntó con dulzura, mostrando unos papeles.

Él apretó la mandíbula, los músculos de su rostro tensos. Se giró hacia Lala, como esperando alguna reacción, un gesto, una palabra. Pero ella solo bajó la vista, demasiado herida, demasiado insegura.

—Voy enseguida —respondió Martín, con voz seca.

Carlota asintió y regresó al despacho, sin notar nada extraño.

Martín, en cambio, se quedó un instante más frente a Lala. Su mirada ardía de palabras no dichas.

—Esto no se va a quedar así —murmuró, bajo y firme, antes de girarse y alejarse hacia su oficina.

El eco de sus pasos resonó en el pasillo hasta que desapareció detrás de la puerta. Lala quedó sola, inmóvil, con el pecho encogido y la sensación de haber cruzado una línea invisible de la que ya no habría vuelta atrás.

El silencio, más que un alivio, se convirtió en un peso insoportable.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.