Los días fueron pasando, y aunque el rodaje había quedado atrás, el proyecto aún requería ajustes, reuniones, presentaciones con los clientes… y aunque lo suyo ya no era un secreto entre ellos, seguían manteniendo el pacto de no dejar que nadie sospechara.
Era un juego sutil, casi un desafío: compartir espacio, miradas y roces casuales sin dejar que se notara.
Lala llegaba siempre con su carpeta en mano, el cabello recogido con un moño rápido y esa sonrisa profesional que ocultaba todo lo que pasaba por su cabeza.
Martín, por su parte, fingía estar completamente concentrado en los informes, pero bastaba un segundo de distracción para que sus ojos se desviaran hacia ella.
Desde que Lala había decidido dejar de complicarse y relajarse con la relación, las cosas entre ellos se habían vuelto tan naturales como inevitables.
Sin planearlo, prácticamente dormían juntos todos los días. Algunas noches en el piso de Martín, otras en el de ella. Poco a poco, las fronteras entre ambos espacios empezaron a difuminarse: una camiseta suya colgada en su armario, su cepillo de dientes junto al de ella, un libro de Lala olvidado en la mesita de noche de Martín.
Era una especie de mudanza silenciosa, discreta, pero cargada de significado.
Sin declararlo abiertamente, ya compartían algo más que tiempo: compartían vida.
Martín se había acostumbrado a despertarla con un café humeante y una sonrisa cada mañana. Le dejaba la taza en la mesita, se sentaba a su lado y la observaba entre divertido y enamorado mientras ella intentaba abrir los ojos.
—Cinco minutos más —murmuraba Lala siempre, con voz ronca y una mueca soñolienta.
—Cinco minutos que luego se convierten en media hora —le respondía él, besándola en la frente.
Después de desayunar juntos, Martín solía salir antes hacia la oficina, a petición de ella.
—Mejor que no lleguemos juntos —le había dicho una mañana—. Bastante evidente es ya lo mucho que se me nota cuando te miro.
Él había sonreído, sin discutirlo. Le gustaba esa forma que tenía Lala de cuidar los detalles, de intentar mantener las cosas bajo control.
Así que se marchaba primero, con el mismo café que le había preparado a ella, y la promesa muda de que volverían a encontrarse unas horas después, en medio del ajetreo laboral, como si nada.
Pero lo cierto era que ya no había un “como si nada” posible. Cada gesto, cada mirada, cada excusa profesional era un pequeño recordatorio de que, pese al disimulo, estaban completamente perdidos el uno por el otro.
En las reuniones, cuando hablaban frente a otros, mantenían las distancias al milímetro.
Ni un gesto fuera de lugar, ni una sonrisa demasiado larga.
Pero entre los dos había una corriente invisible, una especie de lenguaje secreto que los demás no entendían, aunque empezaban a sospecharlo.
—¿Te fijaste cómo la mira? —susurró una de las chicas de diseño en la máquina de café.
—Por favor, se nota a kilómetros —respondió otra, con una risita—. Pero ellos creen que nadie se da cuenta.
Y efectivamente, lo creían.
O al menos, intentaban hacerlo.
Martín pasaba por detrás del escritorio de Lala más veces de las necesarias, siempre con alguna excusa poco convincente:
—¿Tienes el último reporte del cliente?
—Te lo envié hace media hora, Martín.
—Ah… sí, bueno. Quería asegurarme.
—Claro, y de paso revisar si mi café todavía está caliente —respondía ella sin levantar la vista, mordiéndose una sonrisa.
Carlota siguió apareciendo por la empresa con la excusa perfecta: “revisar los avances del proyecto”.
Al principio, sus visitas parecían inofensivas —un control rutinario, un par de reuniones técnicas—, pero pronto todos notaron que siempre terminaban coincidiendo con el horario de Martín.
—Curioso —murmuró Lala un martes por la tarde, mientras observaba desde su escritorio cómo Carlota se apoyaba en el marco de la puerta del despacho de Martín—. Cada vez que ella “casualmente pasa por aquí”, justo él está libre. Qué coincidencia más… cósmica.
Desde donde estaba, podía ver la escena: Carlota inclinada hacia el escritorio, su perfume llenando el aire, y Martín —demasiado educado, demasiado diplomático— intentando mantener la distancia sin parecer descortés.
Lala apartó la mirada, intentando concentrarse en la pantalla.
Intentándolo muy fuerte.
Fallando miserablemente.
Cinco minutos después, Martín apareció en su escritorio con una carpeta en la mano y una sonrisa inocente que solo servía para irritarla más.
—Te traje los reportes actualizados —dijo, apoyándolos sobre su escritorio.
—Qué amable —respondió ella sin levantar la vista—. ¿Venían con perfume incluido o eso lo agregaste tú como detalle de cortesía?
Martín arqueó una ceja, divertido.
—¿Celos, tal vez?
—¿Yo? —preguntó Lala, fingiendo indignación—. Por favor, soy una profesional. Solo me interesa el contenido del archivo.
—Ya ya —contestó él, guiñándole un ojo antes de girarse para salir—.
Ella negó con la cabeza, conteniendo una risa que no pudo evitar del todo.
Aunque, en cuanto él salió del despacho, la sonrisa se le desdibujó un poco.
Porque, aunque confiaba en Martín, no podía ignorar cómo lo miraba Carlota: con ese brillo competitivo, casi desafiante, de quien disfruta tanteando los límites.
Durante los días siguientes, las visitas se multiplicaron.
Reuniones, consultas, revisiones…
Carlota encontraba cualquier pretexto para aparecer por el despacho de Martín:
—Quería confirmar la fecha de entrega.
—Solo necesitaba aclarar un punto del presupuesto.
—Martín, ¿tienes un minuto?
Lala empezó a reconocer ese tono al instante.
Y cada vez que escuchaba su voz al final del pasillo, sentía un hormigueo de irritación que intentaba disimular con trabajo… o con sarcasmo interior.
Un viernes por la tarde, mientras todos recogían sus cosas para el fin de semana, Carlota volvió a aparecer, con un vestido elegante y una sonrisa de esas que sabían perfectamente lo que provocaban.
—Martín —dijo asomándose por la puerta—, ¿tienes un momento? Me gustaría repasar contigo unos detalles del contrato… y, si no te importa, podríamos hacerlo en el café de la esquina. Allí se trabaja más tranquilo.