Conexión inesperada

Capítulo 51

El vuelo despegó puntual, dejando atrás la línea gris del amanecer y el hormigueo nervioso de la terminal. Desde su asiento junto a la ventanilla, Martín observaba cómo la ciudad se hacía cada vez más pequeña, hasta volverse una mancha difusa entre nubes.

No podía evitar pensar en ella.
En Lala, en Mariana —porque en su cabeza, ambos nombres eran la misma persona, pero el segundo le sonaba más íntimo, más real—.
El asiento a su lado estaba ocupado por Carlota, pero era como si todo su cuerpo siguiera enredado en las sábanas de la noche anterior.

El recuerdo llegó sin permiso, vívido, cálido.
La penumbra del salón iluminada solo por la luz tenue de las velas, el aroma del vino, la cena que él había preparado con torpeza y cariño.
El sonido de su risa cuando él intentó flambar las gambas y casi prende fuego la sartén.
La forma en que ella se acercó, poniéndole una mano en el pecho, mirándole con ese brillo que le desarmaba.

—Estás loco.
—Por ti, un poco sí.

Después, el sofá, la risa que se fue convirtiendo en susurro, los besos que ya no sabían de límites ni de lógica.
Y más tarde, en la cama, el silencio lleno de respiraciones entrecortadas, de promesas no dichas pero claras.

Recordó cómo ella se había quedado dormida con la cabeza sobre su pecho, y cómo él había pasado un buen rato sin moverse, solo acariciándole el cabello, intentando grabar ese momento a fuego.
Porque sabía que, al día siguiente, la realidad lo reclamaría.

El movimiento del avión lo devolvió al presente.
A su lado, Carlota se acomodó en el asiento y cruzó las piernas con un gesto estudiado, mientras el perfume caro de su cuello se mezclaba con el aire estéril de la cabina.

—¿Vas a revisar los informes durante el vuelo? —preguntó ella, ladeando la cabeza con una sonrisa ligera.

—Un rato —respondió él, sin apartar la vista del móvil—. Quiero repasar la presentación antes de la reunión de mañana.

—Siempre tan aplicado —comentó ella, con un tono que oscilaba entre el elogio y la provocación—. A veces pienso que deberías aprender a relajarte un poco.

Martín levantó la mirada, sonriendo apenas.
—Créeme, sé hacerlo cuando la compañía lo merece.

Carlota sostuvo la mirada unos segundos.
—Entonces me esforzaré por estar a la altura.

Martín desvió la atención al portátil.
Ella insistía con esa sutileza envolvente, casi felina, que él conocía de sobra. Pero por dentro, su mente estaba en otro sitio: en la voz de Lala medio dormida esa mañana, en cómo se le había enredado el abrigo cuando lo acompañó al coche, en su sonrisa al decirle “te amo”.

El recuerdo lo atravesó tan fuerte que sintió un nudo en el pecho.

Durante los primeros minutos, el silencio entre ellos fue cómodo. Luego, Carlota se inclinó un poco hacia él, fingiendo revisar la pantalla del portátil.
—No puedo creer que hayan pasado tantos años desde la universidad —dijo, en un suspiro que sonó más calculado que nostálgico—. Me acuerdo perfectamente de esas noches en la biblioteca, cuando decías que necesitabas café para sobrevivir… y terminábamos hablando de todo menos de trabajo.

Martín sonrió por cortesía, sin mirarla directamente.
—Sí, hace mucho de eso.

—Y pensar que entonces no te gustaban los vuelos —continuó ella, bajando el tono—. Decías que te ponían nervioso. Pero ahora pareces tan tranquilo... tan distinto.

—Supongo que la madurez hace lo suyo —replicó él, ajustando el cinturón—. Y algunas personas ayudan a encontrar equilibrio.

—¿Algunas personas? —repitió Carlota, arqueando una ceja—. Vaya. Eso suena interesante.

Martín giró la cabeza, y esta vez la miró con serenidad, aunque en sus ojos se notaba la frontera que no pensaba dejar cruzar.
—Lo es.

Ella inclinó la cabeza, jugueteando con la pulsera de su muñeca.
—¿Y debería felicitarte?

—Si quieres —respondió él, sin perder la compostura—. Pero no hace falta. Estoy bien. Muy bien, en realidad.

Carlota sonrió, aunque sus ojos se nublaron apenas.
—Ya veo. Entonces hay alguien que consigue relajarte más que yo.

Martín apoyó los codos sobre las rodillas y la miró directamente.
—Carlota, te lo voy a decir con respeto: no estoy interesado. No lo estuve antes, y mucho menos ahora.

Ella lo observó unos segundos, en silencio. Luego soltó una pequeña risa, suave, elegante, pero con un filo escondido.
—Siempre tan directo. Supongo que eso no cambia.

—Ni va a cambiar. —Él se recostó en el asiento—. Me gusta tener las cosas claras.

—Lo imagino. —Ella tomó un sorbo de agua y fijó la vista al frente—. Pero a veces, Martín, la vida da muchas vueltas.

Él respiró despacio, mirando otra vez por la ventanilla.
Las nubes parecían inmóviles, pero sabía que el avión avanzaba a toda velocidad.
Pensó en lo mismo: en cómo su vida había cambiado sin hacer ruido, en cómo Lala había entrado poco a poco, sin estridencias, hasta ocuparlo todo.

—Sí, da vueltas —dijo finalmente, con voz baja—. Pero hay personas que hacen que ninguna vuelta valga la pena.

Carlota no respondió. Fingió revisar su correo, aunque el brillo de sus ojos decía lo contrario.

Martín cerró los ojos un momento y dejó que el zumbido del motor lo arrullara. En su mente, volvió a oír la voz de Lala despidiéndose, el roce de sus dedos en su cuello, el último beso antes de subir al coche.

Y sonrió. Porque por primera vez, después de mucho tiempo, tenía claro que no le faltaba nada.

El avión aterrizó entre nubes bajas y una llovizna fina que empañaba las ventanillas. Martín abrió los ojos justo cuando las ruedas tocaron tierra y el sonido del frenado llenó la cabina. Había dormitado apenas un par de minutos, entre imágenes confusas de Lala riendo, de su voz susurrándole “anda, que vas a perder el vuelo”, y de ese último beso en la puerta.

Mientras los demás pasajeros se apresuraban por sacar sus maletas, él encendió el móvil. Apenas recuperó señal, lo primero que hizo fue escribirle:




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