Jess
Una de los primeros sitios que conocí cuando llegué a la ciudad, fue este.
La gran estatua de la libertad.
Pero esta vez, a media noche, se ve mucho más grande. Es imponente, y ni siquiera me había percatado de ello antes. Rodeamos su base con nuestro botecito. Eduardo toma varias fotografías de la mujer de verde que sostiene una antorcha entre sus manos.
—¿Por qué sostiene una antorcha? —Me encuentro cuestionando de pronto.
Eduardo toma una fotografía más, antes de girarse hacia mí.
—Pues... nuestro profesor Robert lo explicó en una clase —dice. Sonríe con sorpresa. Parece no poder creerme que lo he olvidado.
—No recuerdo.
—¿Y tú eras mi competencia? —continúa en un tonillo burlón.
Le muestro mi dedo medio antes de darle la espalda. El botecito se estremece con cada movimiento que damos, llevándome a elucubrar que, tal vez, no es tan seguro como me lo vendió Leroy.
Oh, como lleguemos a ahogarnos en medio del mar por su culpa, se va a ver en serios problemas...
—Simboliza la libertad que ilumina a las naciones, luego de la guerra —explica.
No lo miro, pero siento sus pasos remeciendo el bote.
—Ya veo.
—¿Sabes por qué es una mujer? —inquiere. Ya está detrás de mí, porque su fragancia masculina se mete de lleno en mi nariz. Él siempre huele tan bien. Tan diferente a un chico con el que salí un par de veces en la secundaria. Siempre olía a Kétchup y papas fritas. Solo niego, pero no me atrevo a mirar la sonrisa de erudición en su rostro. Siempre fue un maldito nerd, que me hace sentir tonta. Uno sexi, cabe acotar. Él agrega—: Porque las mujeres son la fuerza del mundo. Las guerreras que mantienen el orden natural del universo. Por eso... este querido escultor, se inspiró en una gran mujer.
Me giro en redondo, para apreciar su reacción. Sus ojos marrones están mirando hacia arriba. Sigue sosteniendo la cámara entre sus manos, pero no la usa.
—¿Ya tomaste suficientes fotos?
—Hum... —Se rasca detrás de la oreja, y menea la cabeza—. Creo que falta una.
—Bueno, ¿qué esperas para tomarla? Ya me está dando frío.
Eduardo asiente.
Entonces, se voltea dándole la espalda a la magnifica mujer de verde detrás de nosotros, y alza el brazo con la cámara. Se acerca a mí.
—Sonríe —me pide.
Mi rostro se constriñe de sorpresa.
—¿Quieres que esté en tu foto?
—Sí, Jess. Tú me trajiste a este lugar. ¿Por qué no te querría en mi foto?
Encojo mis hombros, pero hago lo que me pide. Encaro la lentilla de la cámara, y fuerzo una sonrisa. Siendo sincera, no necesito forzarla porque sus palabras como ecos en mi cabeza, no paran de reproducirse una y otra vez.
Un latigazo luminoso me deja momentáneamente sin visión.
Me froto los párpados para recuperar mi vista, y pierdo el equilibrio por unos instantes. Mis piernas se inclinan hacia atrás, y mis rodillas son bloqueadas por el bordecillo del bote. Dejo escapar un grito horrorizada al sentir el chapuzón y el agua llenándome el vestido.
Chapoteo mientras grito por socorro.
—¡Ayuda! ¡Mierda! ¡Ah!
Una melódica carcajada reemplaza mis gritos.
Eduardo inclina el torso sobre el bote. Habla sin dejar de reírse.
—¡Jess! ¿Te caíste?
Mi lengua es machacada duramente por mis dientes. ¿Qué no es obvio?
—No. Hacía calor, y quise lanzarme a nadar a media noche en aguas no aptas para nadar.
Él vuelve a reírse ante mi sarcasmo mordaz. Me tiende su mano, para traerme de regreso al bote. Sin embargo, antes de alcanzar a tomarla, la retira de sopetón.
—¡Espera! Debo hacer algo antes... —Se gira al interior del bote, y atrapa su cámara entre las manos para regresar a mi rescate... o a burlarse de mí—. Bien, ¡sonríe a la cámara!
Maldito canalla.
Hago un puchero que solo es capaz de revelar mi enojo.
El flash me captura en mi peor cara.
Abandona la cámara, y vuelve a tenderme su mano.
Sin embargo, vuelve a apartarla de lleno, agotándome la paciencia.
—¡Eduardo juro que...!
Me corta.
—Ya, tranquila. Prometo ir en serio esta vez —dice con calma.
Mi sangre enervada calienta el agua a mí alrededor. Cuando resbalé estaba fría. Ahora, debería estar más tibia.
Eduardo estira el brazo hacia mí, y enlazo mis dedos alrededor de los suyos.
Más, tan pronto apreso su muñeca, tiro de ella hacia mí, con toda la fuerza que tengo en el cuerpo. Solo espero que mi nueva clase de pilates me esté dando resultados en fuerza.
—¡Jess! ¿Qué demonios! —grita, cuando su cuerpo resbala hacia el agua.
Esta vez, me río con fuerza.
Se hunde bajo el agua durante lacónicos segundos en los cuales le pierdo de vista. Su cuerpo emerge empapada de agua hasta la coronilla. Sigo riéndome fuertemente.
—Oh, ¿te resbalaste? —le pregunto con fingida inocencia, dejando de reírme. Escondo mis risas bajo la sombra de una sonrisa traviesa.
Me da una mirada severa. Pero está muriéndose de la risa por dentro. Puedo verlo por el modo en el que aplana los labios con fuerza, y la línea titubea.
—No es gracioso —dice. Sumerge la cabeza en el agua, y luego vuelve a mirarme, pasándose ambas manos por el cabello mojado. Me muerdo el labio internamente, porque mis hormonas acaban de despertarse listas para perrear—. Pudiste haberme matado.
Hago una mueca.
—Uy, perdón, don dramaturgo.
Él sonríe finalmente. Deja flotar a su cuerpo con una serenidad impresionante, y clava los ojos en el cielo atestado de estrellas.
—¿Ves esa estrella de allá?
Imito su acción, dejándome flotar.
—¿Cuál?
—La de la izquierda.
Mis ojos se desplazan hacia el punto que señala.
—Sí. ¿Qué pasa con ella?
—Se parece a una zanahoria —puntualiza. Me echo a reír, porque no sé con cuáles ojos está mirándolo. O sí, por el contrario, estamos viendo constelaciones diferentes.