Confieso que guardo un secreto. Quizás es una de las cosas más escondidas que hay en mi corazón. En ese rinconcito del alma en donde se ocultan los sentimientos no deseados, las memorias banales o simplemente aquellos recuerdos que queremos olvidar.
No se lo he confesado a nadie aún, ni siquiera a mi familia. Hubo un tiempo en que quise contarlo pero esperé a estar totalmente segura. Esperé unos días, esperé meses, incluso años, y ese tiempo jamás llegó. Ahora que ya ha pasado mucho tiempo siento que no puedo esperar más. Estoy enamorada de mi mejor amigo.
A veces siento que este secreto nunca saldrá de mi boca y trato de conformarme con verlo feliz, porque realmente eso es lo que me importa. Aunque otras veces me frustro y sólo quiero decirle todo lo que pasa por mi mente. A veces pienso en el daño que me hago al no poder olvidar este sentimiento que insiste en seguir escondido en ese rinconcito del alma, pero está tan arraigado que se ha vuelto parte de mi y no puedo dejarlo.
—¡Rápido Pedro, tenemos que llegar a tiempo para la cena!— grité desde la orilla del lago. Él seguía dentro del agua.
—¡Tranquila Amelia!— respondió a la distancia y comenzó a nadar hasta donde me encontraba.
El lago era uno de nuestros lugares favoritos. Ambos estábamos más que encantados con la atmósfera que emanaba. Desde pequeños solíamos venir aquí cada fin de semana. Veníamos a nadar, a conversar, o simplemente a disfrutar de la vista. El espacio estaba cubierto por arrayanes que cubrían todo el borde frontal. Se podía ver en el reflejo del agua su color y en primavera la vegetación entregaba un carnaval de colores que rodeaba el lugar. El muelle estaba de nuestro lado y cuando hacíamos competencias de lanzamientos, corríamos desde el inicio hasta el final de la construcción. Eran veranos inolvidables.
Al otro lado de la vista estaba la finca de Hugo y Lucía Hernández. Ellos habían comprado el lugar hace unos años atrás y parecían ser buenas personas, hasta que conocí a su hija y todo cambió. Hace poco tiempo me enteré que Jessica Hernández vivía con sus padres en aquella finca. La persona que menos me agradaba y, que desde hace meses atrás, había empezado una relación con Pedro.
—Sabes que no me gusta llegar tarde al cumpleaños de papá—protesté —además tengo que bañarme, cambiarme de ropa, ayudar con la mesa....
—Relájate que llegaremos en cinco minutos ricitos— me interrumpió con tono apaciguante. Ricitos. Ese era el apodo que me había puesto desde que me vio un verano con el cabello alocado después de absorber humedad.
Cuando llegó a la orilla se puso de pie rápidamente y le aventé la toalla que traía en la mano. No me había dado cuenta de que ya comenzaba a impacientarme. Sin embargo la prisa que tenía era fundamentada. Desde que mi madre había fallecido, habíamos determinado el cumpleaños de mi padre como una fecha de conmemoración y de esta manera la sentíamos más cerca en un día importante para nosotros.
—Todo saldrá bien— me tomó por ambos brazos y me besó la frente para bajar la ansiedad.
Él pensaba que con ese gesto lograba calmarme, aunque por dentro mis nervios aumentaban a mil. Cada vez que tenía a Pedro frente a mí, sólo me concentraba en sus ojos marrones que me miraban con atención, su cabello castaño ligeramente revuelto y esa sonrisa perfecta que cada vez que me sonreía, también yo lo hacía. Sus ojos eran los ojos más dulces que había visto alguna vez. Y cuando sonreía parecían iluminarse y con ellos resplandecía el resto de su cara.
Cuando terminó de secarse y vestirse caminamos hacia los caballos que estaban amarrados a un árbol, Pedro guardó las toallas y se subió. Yo por mi parte y como siempre, presenté problemas para subirme a Perla, mi caballo.
—¿Aún tienes problemas para montar ricitos?— preguntó en tono burlón.
—Sé montar mejor que tú— manifesté con ironía sabiendo que era mentira. Seguido esto, hice mi segundo intento. Respiré profundo y sentí su mirada burlona detrás de mí.
—Mira hacia otro lado ¿quieres?— lancé de pronto.
—Como usted diga jefa— volvió a decir entre risas. Le dió la orden a su caballo y cuando me di cuenta ya estaba girado mirando hacia los árboles.
—Date prisa que llegaremos tarde— comenzó a decir para ponerme más nerviosa.
Ignorandolo, tomé las riendas de Perla con más fuerza y me impulsé nuevamente hacia arriba, no obstante, no fue suficiente porque en cosa de segundos estaba de espalda en el suelo.
—¡Amelia!— gritó y bajó rápidamente de su caballo.
—Estoy bien— dije tratando de levantarme con una mano en la cabeza.
—Sabía que aún tenías problemas para montar Amelia, no es seguro para ti— dijo con tono preocupado. Apenas me estaba reponiendo del golpe en la cabeza.
—Claro que sé— Pedro lanzó una risa que hizo que riera con él.
—Está bien, sabes montar—respondió sarcástico —pero en esta ocasión te irás conmigo.
El camino a casa fue lento. Pedro no quiso aumentar la velocidad para evitar posibles mareos, aunque por dentro sólo quería llegar rápido a la cena de papá. La distancia que existía entre el lago y la finca era de 10 kilómetros aproximadamente, el cual en caballo se hacía bastante corto. Durante el trayecto tuve que ir sentada detrás de Pedro. No quería tenerlo tan cerca pero no me quedaba opción.