El Capitán Guillermo Fábrega siempre es el último en irse.
Es el momento del día que más le gusta.
Las luces de los cubículos se apagan, el murmullo constante se convierte en historia luego de las nueve y media de la noche. Sólo quedan dos oficiales en la sala común en caso de que llegue a pasar algo.
Con cierta melancolía, el Capitán recuerda... vuelve en el tiempo y se vé a si mismo, joven, inseguro, temeroso del mundo en el que decidió inmiscuirse. Se vé a si mismo con los ojos abiertos como platos, impresionado ante sus sueños hechos realidad. Se ve a sí mismo en cada escena durante esos largos y maravillosos treinta años de servicio.
En ese momento se ve a si mismo, sentado en su despacho que, al otro día ya no sería suyo, pronto a su ansiado retiro, se arrepentía de haber deseado tanto que el momento llegara porque, aunque el trabajo que eligió, no era fácil de llevar, tampoco sabía cómo haría para sobrellevar la jubilación. En una vida de tropiezos generalizados, lo único estable que tuvo, fue eso, su trabajo.
Tamborilea los dedos, un tanto esqueléticos dado la edad y de lejos se escuchan las carcajadas de los oficiales a cargo, supuso entonces que estaban jugando a las cartas o algún otro juego de mesa de la colección que tenían allí para noches tranquilas como esas. Sonrió al recordar que él fue el impulsor de aquella costumbre cuando, al iniciar su carrera, le tocaban los turnos nocturnos.
Suspiró al pensar que, luego de la temida jubilación, no tendría a nadie para contarles las hazañas y desventuras que el trabajo le había otorgado. Su matrimonio había fallado antes de que pudieran tener hijos y ya nunca se volvió a casar. Se le hacía triste pensar que no tendría nietos que se entusiasmaran por visitar al abuelo para oír sus historias.
Por eso y para aprovechar la noche que recién comenzaba, decidió leer los casos que, a lo largo de toda su carrera, de una forma u otra, había resuelto. Tomó su taza de café, su cigarrillo y, con un andar cauteloso, fue a la sala de registros. Como Capitán de esa delegación, tenía las llaves de todas las puertas de ese lugar.
Era hora de recordar.
Había perdido la cuenta de la cantidad de horror que había presenciado, las confesiones que oyó y notificó, la cantidad de almas torturadas por sus secretos.