Confesiones de un alma torturada

Confesión N°9: Que los cumplas feliz.

Como todo ser humano, una vez al año, se celebra el aniversario de mi nacimiento. 

Si.

Todos los benditos años era el mismo suplicio; mis papas tirandome de las orejas, cantandome el feliz cumpleaños, mi familia inflando globos, llamandome, preguntandome qué había recibido de regalo. 

Lo detestaba. 

Era una tortura que no terminaba. 

Supongo que de alguna forma todos entenderían lo que hice. O tal vez no, hay algunos a los que les gusta la atención y todo el protagonismo que ese día les ofrece. Bueno, han de saber que ese no es mi caso. 

Odio el día de mi cumpleaños. 

Siempre pude soportarlo, disimular por ellos, por mi familia. Pero ese año, para mi cumpleaños numero dieciocho, todo estaba dado para que ese final, ese final tan trágico se llevara a cabo. 

Fue culpa de ellos. 

Yo intenté controlarme. 

Fue su culpa. 

Como todos los años, fueron y se lanzaron sobre mi cama mientras yo dormía, mis cuatro hermanos con sus voces chillonas y sus brutos modales, y me tiraban de las orejas, me aplastaban el estomago en su torpe intento de demostrarme un poco de amor, y me perforaban los tímpanos cantando a viva voz el maldito feliz cumpleaños. 

Muchos creerán que es tierno, pero si hubieran convivido con aquellos mocosos insolentes por un mes, me darían la razón, no me procesarían por mis crímenes.

Sé que esperan que me arrepienta. Sé que esperan que llore y finja demencia, que jure y perjure que no quería hacerlo, que me arrepiento de todos mis pecados y que yo los amaba con todo mi corazón. Bueno, lamento decirles que no, pese a todo pronóstico, mi trastornado ser, no se arrepiente de nada. 

Ahora me siento libre. 

Ya no cumplo años. 

Ya no soplo velas de colores vagamente deprimentes y olor a descomposición. 

Ya no sufro de indigestión por comer torta con más azucar de la que debería. 

Soy libre. 

¿Divagué? Lo lamento. Vuelvo al grano. 

Mis dieciocho años... un glorioso salto de la adolescencia impertinente a la adulta esclavitud. Ese fue el peor cumpleaños en la historia de los cumpleaños. Todos con ese... entusiasmo tan repugnante. Para mi, era un día más... y ellos no lo entendían. 

Es ahora cuando pienso que, si hubieran respetado mis deseos de afrontar ese día con la tranquilidad de cualquier otro, ellos aún segurían vivos. No es que me arrepienta, creo que soy la primer mujer que envenenó a toda su familia con una torta de cumpleaños. Veintisiete personas, entre ellas el novio de mi tio que, si puedo opinar era bastante lindo, todas murieron antes del amanecer. 

Se los expliqué en todos los idiomas, de todas las formas que me fueron posibles, yo no quería cumpleaños. Ellos festejaban un año más de vida, yo me acercaba un año más a la muerte y tampoco es que me importara demasiado. 

¿Que cómo los envenené? dejenme decir que ustedes tienen una curiosidad demasiado morbosa para mi gusto, pero que puedo decir yo, envenené a casi tres decenas de personas. No tengo ni un poco de autoridad moral para juzgar su morbo. 

Al comenzar el día, estaba dispuesta a soportar el día hasta su fin. Eran solo doce horas de aguante, despues de todo, doce horas me las pasé durmiendo. Juro que intenté contener ese impulso. Juro que intenté pensar en otra cosa. Pero mi mente volvía una y otra vez a la idea, a la necesidad de hacerlo. 

No me arrepiento de nada. 

Ahora soy libre. 

Busqué la forma de borrar eso de mi mente, solo que ya se había instalado y no había forma de quitarlo de allí. El universo me pedía que lo hiciera, como si de esa forma se fuera a mantener el equilibrio, como si así yo podiera liberar esos bloques de cemento que me anclaban al suelo. 

Envenené la torta de cumpleaños. 

Al principio pensé que estaba loca, hasta que me dí cuenta de que yo no era el problema. 

Ellos lo eran. 

Yo no. 

Ellos. 

Me mandaron a comprar al supermercado y, como si de una epifanía se tratara, vi que el veneno para ratas estaba en oferta. Saben, es chistoso, porque estaba al dos por uno, como si quisieran que yo lo llevara. Un poco más y le faltaba el cartel con las luces de neón que dijera "compre aquí". 

Era como un aerosol, sin olor, sin color. 

Fue fácil.

Una vez que todos cesaron sus tareas y la cocina estuvo vacía, tomé la torta y la rocié con ese aerosol letal. Era cierto que no tenía olor. 

Una lástima, la verdad, la torta estaba linda. Tenía rosas. 

Jamás me gustaron las rosas. 

No hay flor más espantosa que la rosa. 

Eso generó aún más odio en mi. Ni siquiera me conocían un poco. Ni siquiera se tomaron la molestia de preguntar. Los odié aún más por eso y vacié ambos aerosoles sobre la torta. 

Comenzaron a llegar los invitados, cada vez que alguien llegaba, se dirigía a la heladera para admirar aquella obra de arte. Ni siquiera lo imaginaron. 



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En el texto hay: historiascortas

Editado: 15.02.2020

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