Confesiones de un alma torturada

Confesión N°2: Trabajo en equipo.

Fue un accidente.

Si.

Fue un accidente.

Ambas repetían aquella frase en silencio, casi a gritos, pero en silencio.

Bajaban la escalera a la par.

Temblaban.

Solo si ella les hubiera pedido disculpas, solo si hubiera cerrado su venenosa boca, solo si le hubiera importado un poco la situación en la que estaban, solo si hubiera accedido. Solo así, quizás, seguiría viva.

Ambas, perdidas en un silencio tortuoso, bajaban la escalera y, por fin una de ellas, pudo poner en palabras lo que ambas pensaban.

-Fue un accidente.- murmuró.

Era verdad. El que cayera por la escalera sí fue un accidente. Pero ¿todo lo que pasó después? Todo aquello no lo fue.

Todo por un trabajo en grupo.

Todo comenzó por no poder trabajar en grupo.

Todo porque ella no quiso colaborar.

Todo era culpa suya.

Lucrecia y Roxana nunca habían sido las mejores amigas, de hecho, ni siquiera se agradaban, solo se toleraban entre sí. Pero cuando la profesora llevó aquella propuesta a clases, creyeron que podrían. Creyeron que soportarían la presión de trabajar juntas, con ella, con su insoportable forma de ser, su inutilidad y sus opiniones sobre cómo hacer las cosas mientras ella no movía un dedo.

No creyeron que les costaría tanto trabajar en dimensiones tan grandes, después de todo, se habían preparado durante toda la secundaria. No creyeron que fuera tan difícil, el trabajo en grupo no era difícil. No contaron con que la maldad de su compañera les jugara una mala pasada.

Se dieron por vencidas, con un trabajo sin terminar, su profesora les suplicó que hablaran con ella, solo para acabar.

Así fue como las tres se encontraron al borde de la escalera. Así fue como ella, en su afán por tratar mal provocó a Lucrecia, despotricó todo acerca de Roxana y se convirtió en un monstruo del que debían deshacerse.

Fue un accidente.

Asustada, con lágrimas que caían de sus ojos, presa de la frustración, el miedo y el odio, Lucrecia la empujó. No fue un golpe tan fuerte, ni tan certero, pero ella comenzó a tambalearse. Primero hacia atrás, después hacia adelante y luego hacia atrás de nuevo, solo que esta vez no volvió hacia adelante.

Con ojos muy abiertos, con un grito que se atoró en su garganta para jamás salir de nuevo, con un miedo que nunca volvería a sentir, cayó por la maldita escalera que condenó la vida de las tres para siempre.

Fue un accidente.

Cayó por la escalera prácticamente en cámara lenta. Cada golpe quedaría grabado para siempre en sus memorias. Escalón por escalón, oyeron crujir cada hueso que se rompió en su inesperado descenso hacia la muerte, la sangre que comenzó a brotar de su cuerpo destrozado.

Su cuerpo se detuvo.

Aterrizó con un sonido seco.

Fue un accidente.

No se movía.

Ambas con ojos desorbitados, paralizadas con el miedo, se miraron. Esperaban que fuera solo un mal sueño, de esos de los que no es fácil despertar, de esos que les quitaba la respiración.

Bajaron con cuidado, en silencio, con la respiración agitada, los labios apretados y el miedo que brotaba de cada poro de su aterrorizado ser. Ella no se movía, no se oía nada, ni siquiera un gemido agonizante, nada que indicara que estuviera viva.

Fue un accidente.

Roxana, con manos temblorosas, apoyó dos de sus dedos sobre su cuello ensangrentado. Ambas compartían el mismo deseo mórbido de sentirle el pulso, aunque fuera la persona más detestable que pudo haber pisado la superficie terrestre, porque pese a todo, no merecía aquel final. Ya no tenía pulso.

Fue un accidente.

Por lo que pudieron ver, en la caída, ella se rompió la pierna izquierda y el brazo derecho del que sobresalía un hueso en un ángulo antinatural. Su rostro no podía verse, estaba tapado por su cabello ensortijado y ensangrentado. Una parte de su cuero cabelludo se desprendió de su cabeza y colgaba de una manera nauseabunda.

No se movía.

Fue un accidente.

Roxana observó que Lucrecia estaba paralizada, que lloraba en silencio y apretaba sus dedos con más fuerza de la que debía. No necesitaba preguntar nada para saber, para entender, lo asustada que estaba, porque ella estaba igual.

Guiada por una morbosa curiosidad, la dio vuelta. No tenía rostro. Ya no existían sus facciones. Su piel se había rasgado, su cara era solo una gran mancha roja. Uno de sus ojos estaba atravesado por una gran astilla de madera. Su mandíbula estaba desencajada. Su otro ojo, el derecho, estaba abierto, ya no tenía parpado que lo cubriera y fijaba su vista vidriosa en ellas como acusándolas, perturbándolas, como si supiera lo que habían hecho.

Fue un accidente.

Lucrecia sintió nauseas, pero nada salía de su garganta. No dejaba de preguntarse qué había hecho, como había sido capaz de tal atrocidad, que clase de monstruo era. Comenzó a clavarse las uñas en las palmas de las manos para liberar así, un poco de culpabilidad. La sangre que llevaba dentro comenzó a manar de sus heridas expuestas.

Roxana, aun con la mente fría, decidió que era momento de hacer algo. No podían dejar el cuerpo como si nada hubiera pasado, pero, por alguna razón, tampoco podían llamar a la policía. Ni siquiera podían desaparecerla. Su familia la buscaría y, con ellos la policía y con ellos los perros esos que huelen todo.



#12350 en Thriller
#5042 en Suspenso
#2691 en Terror

En el texto hay: historiascortas

Editado: 15.02.2020

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.