Confesiones de un alma torturada

Confesión N°6: Ultima sesión.

Estoy muerta. 

Estoy muerta y no exagero. 

Muerta.

Literalmente muerta. 

Tengo los ojos abiertos, vidriosos, muertos. Mi rostro mutó en una espantosa expresión de susto, de incomprensión.

Estoy boca abajo.

Todavía tengo los vibradores de kinesiología en la espalda, uno en el omoplato izquierdo y el otro en la nuca, luego dos mas en el codo izquierdo. Aún funcionan, todavía los escucho vibrar. 

Recuerdo haberme quejado de las contracturas, de que me dolían. 

Mi brazo izquierdo, el de la contractura, cuelga de la camilla, inerte, sin vida. Del dedo índice caen gotas carmesí con una mortífera cadencia y se estrellan en el suelo, en un charco cada vez más grande. 

Estoy muerta y no sé por qué.

No sé cómo. 

Ni siquiera sé en qué momento sucedió. 

Recuerdo que me quedé dormida. 

Recuerdo que llegué de mal humor. 

Ya no siento nada. 

Ya no siento ni frío, ni calor, ni siquiera un poco de dolor. Sólo una profunda desesperación.

Aún mi cuerpo no fue hallado. Mi asesino tampoco. 

Algo me atrae, me succiona nuevamente hacia mi cuerpo, algo así como un vórtice.

Comienzo a jadear. Respiro esperando ahogarme con mi propia sangre, pero no sucede. Sólo me duele demasiado el cuerpo. Ahora si puedo sentir, frío, mucho frío, dolor, mucho dolor. Las vibraciones... Nunca me dolieron tanto como en este momento, son intermitentes y su intensidad va en aumento, mi dolor también.

No lloro, no quiero que me vean así, vulnerable, asustada. Voy a resistir hasta el último momento, hasta el último segundo, eso lo sé. Puedo tener herida cada parte de mi cuerpo, pero el orgullo... Eso jamás.

Escucho pasos. Es un hombre, el kinesiologo ayudante seguramente. Camina lento, arrastra los pies. 

Escucho su respiración. 

Hondos gimoteos, como ahogados. 

Tengo miedo, pero intento que mi respiración no me delate. Intento guardar silencio. Intento prepararme para cualquier cosa, para verlo con un cuchillo en la mano, uno de esos de cocina, los de las películas, para acabar muerta a manos de su psicosis nerviosa, para morir sencillamente.

Pero lo que apareció frente a mi, fue algo que, pese a todo, no me lo hubiera esperado nunca. Esteban, el kinesiologo, con ojos vidriosos muy abiertos, apareció corriendo la cortina naranja ya gastada por el paso del tiempo. Su expresión es una mezcla entre la incomprensión y un terror invansivo. 

Todo cobró sentido al verlo, los gimoteos, los pasos arrastrados... Tiene un cuchillo en el estómago y, al parecer, recién toma conciencia de ello... Me ve a mi y sus ojos se abren aún más. 

Ambos sabemos que no podemos hacer nada por el otro, estamos condenados a morir de esta forma tan incomprensible. 

No deja de repetir que lo lamenta, aunque yo no entiendo muy bien por qué, dice que no quiere morir y, sinceramente yo tampoco.

Intento consolarlo, pero él ya no me escucha, espero que no haya sufrido demasiado...

Cierro los ojos y dejo escapar un suspiro, desconozco si de alivio o de dolor.

Dolor... Ya no siento nada. Ese dolor torturante desapareció. Las vibraciones cesaron, ya no las siento.

Sólo puedo oír un pitido agudo que, con los ojos cerrados, representa el color verde, ese de los semáforos. Es un ruido extraño, no pensé oírlo al momento de mi muerte...

Alguien me sacude y yo abro los ojos.

La dulce sonrisa de Zulma, mi kinesióloga, me da la bienvenida al mundo de los vivos. Ya es hora de irme. 

Estoy viva. Fue sólo una pesadilla. ¿Quién lo hubiera dicho?

Salgo caminando. 

Estoy viva.

Solo fue una pesadilla... 

Me quedé dormida en mi última sesión de kinesiología.



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En el texto hay: historiascortas

Editado: 15.02.2020

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