Conflicto de intereses

Capítulo 1.

Donde Elenor Llocla intenta ser profesional (y el universo opina lo contrario)
Mi nombre es Elenor Llocla y, aunque parezca difícil de creer, soy abogada.
No porque me vea especialmente seria —no lo soy— ni porque la vida me haya tratado con cariño —tampoco—, sino porque estudié, me recibí y logré sobrevivir a la universidad sin morir aplastada por mi propia torpeza.
Eso ya cuenta como mérito.
Soy de las personas que tropiezan con aire, derraman café incluso cuando la taza está vacía y tienen la habilidad sobrenatural de llegar tarde incluso saliendo temprano. Aun así, cada mañana me levanto convencida de que hoy puede ser el día en que todo salga bien.
Hoy no lo era.
El problema es que mi inteligencia no coordina bien con mi cuerpo.
Mi cuerpo, en cambio, es leal al caos.
Esa mañana, por ejemplo, ya había:
– derramado café sobre una blusa clara (error clásico),
– salido de casa olvidando las llaves (error reincidente),
– y vuelto a entrar tan apurada que me llevé puesta la puerta del edificio.

—Buen día, Ele —me dijo el portero, sin sorprenderse.

Eso dolió más que el golpe.

Llegué a la oficina con el optimismo colgando de un hilo invisible, repitiéndome mentalmente que hoy iba a ser un buen día. Tenía un nuevo caso. Mi primer caso “importante” sin supervisión directa. Eso contaba. Eso importaba.

El despacho del director olía a café viejo y decisiones difíciles.

—Adelante, señorita Llocla —dijo él, acomodándose los anteojos.

Me senté derecha. Profesional. Responsable. Abogada.

—Tenemos un nuevo expediente para usted —continuó—. Adolescente de dieciséis años. Denuncia por acoso escolar reiterado. La institución educativa no actuó pese a múltiples advertencias.

Mi sonrisa se apagó apenas.

—¿Bullying? —pregunté, más seria.

—Sí. El chico dejó de asistir a clases. La madre está desesperada.

Asentí despacio. Ese tipo de casos me importaban. Mucho.

—Quiero que lo lleve usted —agregó—. Tiene buen historial académico, buen criterio… y paciencia.

Lo último sonó casi como una pregunta.

—Puedo hacerlo —dije, firme—. No voy a fallar.

El director me observó unos segundos más de lo necesario.

—Confío en usted, Elenor. Pero esto no es solo leyes. Es gente.

—Lo sé —respondí—. Por eso estudié esto.

Cuando salí, respiré hondo. Sentí ese peso lindo en el pecho: responsabilidad real.

Ahí apareció Rocío. La secretaria directa del director.

—Señora Llocla —dijo, desde su escritorio.

—Señorita —corregí automáticamente, sonriendo.

Rocío levantó una ceja. Tenía unos cincuenta años, el cabello impecable y la capacidad sobrenatural de escuchar todo.

—Con honores o sin honores, para mí ya es señora —dijo—. ¿Todo bien con el director?

—Nuevo caso.

—Ay, pobrecito —comentó—. ¿De qué trata?

Se lo resumí. Rocío chasqueó la lengua.

—Esos casos son duros. Pero usted tiene corazón… aunque el mundo se empeñe en probarle lo contrario.

No lo podría haber dicho mejor, pensé.

—Ah, antes de que me olvide —agregó—. ¿Podría llevarle estos papeles al doctor Casanare? Le quedan de camino.

Ahí fue cuando mi buen día empezó a resbalar.

Elián Casanare.

El abogado estrella.
El que nunca pierde.
El que entra a las reuniones como si todos los demás fueran extras.

No nos llevábamos mal.
Nos llevábamos nada.

Pero había algo en él que me irritaba profundamente: esa energía constante de nadie es mejor que yo. No lo decía. No hacía falta. El mundo se lo decía por él.

Tomé los papeles.

—Claro —dije—. ¿Qué podría salir mal?

Muchas cosas. Siempre muchas cosas.

Salí del despacho con los papeles bien apretados contra el pecho, como si eso pudiera impedir que algo terrible ocurriera. Spoiler: no podía.

El pasillo estaba tranquilo. Demasiado. Ese tipo de tranquilidad que precede a un accidente doméstico o a una conversación incómoda.

—Respirá, Elenor —me dije—. Es solo dejar unos papeles.

Solo.

La oficina de Elián Casanare estaba al final del corredor, con la puerta entreabierta. Dudé un segundo. Golpeé suavemente.

—¿Doctor Casanare? —pregunté.

Nada.

Volví a asomarme.

—¿Hola?

Silencio. Ni siquiera el silencio cómodo. El silencio sospechoso.

Miré el reloj. Íbamos justos de tiempo para el tribunal. Rocío había dicho que él estaba por salir, pero aparentemente se había evaporado.

—Bueno… dejo los papeles y me voy —murmuré, más para convencerme que por otra cosa.

Empujé la puerta.

Y ahí fue cuando el universo decidió que ya había tenido suficiente calma por hoy.

Tropecé.

No con algo pequeño. No. Con una bolsa. Grande. Negra. Misteriosa. Estratégicamente colocada justo donde mi pie derecho decidió existir.

—¡Ay, la conch—!

La bolsa cayó. Yo casi con ella.

Y el contenido se desparramó por el piso como si estuviera haciendo una declaración personal.

Revistas.
No cualquier revista.
Revistas raras.

Portadas brillantes. Fotos sugerentes. Títulos que definitivamente no se leían en un consultorio jurídico serio.

Y ropa.

Ropa pequeña.

Muy pequeña.

Ropa… ¿de gatito?

Parpadeé.

Una vez.
Dos.

—No… —susurré—. No, no, no.

Me agaché rápido, intentando meter todo de nuevo en la bolsa, cuando escuché el peor sonido posible:

La puerta cerrándose detrás de mí.

—¿Qué está pasando acá?

Me congelé.

Esa voz.

Me giré despacio.

Elián Casanare estaba apoyado en el marco de la puerta, traje impecable, expresión de confusión absoluta… mirando el suelo de su oficina convertido en el escenario más comprometedor de la historia.

Nuestros ojos se cruzaron.

Luego bajaron.

Luego volvieron a subir.

—Yo puedo explicar —dije.

—Me encantaría escuchar eso —respondió él, con una calma peligrosamente educada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.