Era de noche en el salón 21. La farola únicamente iluminaba la música de Brouwer. Afuera era de día. Podía escuchar a Helios al piano a través de los muros de cantera. Nuestros cantos colisionaban con otro piano; era Aquiles declamando Haydn.
Entonces, Helios rompió su cuerda. Me trajo el día con un respiro de tabaquería. Entra, le dije sin mover los labios y se recostó en un banco sin piano. Adentro seguía siendo de noche. Aún recuerdo el día en que te conocí, me dijo, mirando el alto y oscuro techo. Creí que me odiabas, continuo. Sí te odie, repliqué sin mirarle.
No te odié, Helios, mas ahora lo hago. Te empecé a odiar en el instante en que entraste al salón 21; te solía adorar.
Ansiaba escucharte practicar, porque así te sentía cercano. Y te buscaba en los teatros porque así, cuando terminabas, podía camuflar mi adoración en aplausos ajenos. Esperaba la hora dorada y salía delante de un portazo, llamándote, con la esperanza de ver tu cabello bañado en oro, y poder contar las pepitas de tu rostro. Fácil era viajar dentro de tus ojos. Me hiciste creer en ti.
El salón 21 brillaba bajo el cálido foco. Afuera era de día. Helios y yo existíamos en la noche. Yo, sentada en una silla. Él, acostado en un banco sin piano.