La vida de Lara Abreu dio varios vuelcos desde que era pequeña. Ella era una campesina, cuya vida transcurría en la tranquilidad que el trabajo de campo ofrecía. Sus padres eran personas humildes y trabajadoras, honestas. No tenía hermanos ni hermanas, era hija única.
El primer vuelco consistió en algo extraño, fuera de lo común. Trabajaba en el campo, sola, sus padres le habían enseñado que para comer cada día había que trabajar. Cortaba el maíz con una guadaña y las manos le dolían de lo ampolladas que ya estaban; cuando soltaba la guadaña, apenas y podía extender los dedos.
Desesperada soltó un grito, mientras las lágrimas por el ardor en las palmas se escapaban de sus ojos cuando algo ocurrió, en ese momento no supo qué fue, ni como describirlo, pero cuando volvió la vista al campo éste ya estaba casi todo cortado. Después de la sorpresa inicial, recogió todo lo que había que recoger y terminó su tarea rápidamente.
Ese evento se repitió una y otra vez, tanto así que vecinos de su comunidad la empezaron a contratar para la recolección, y por mucho que le preguntaran cómo es que lograba realizar el trabajo tan rápido no respondía, porque no sabía qué pasaba.
Sus padres se habían preocupado por ella desde el principio, pero Lara no sabía que responder cuando le preguntaban lo mismo que los vecinos, pero a diferencia de con los vecinos, les mostró cómo lo hacía. Su madre lloró desconsolada y Lara no sabía por qué, su padre solamente adoptó una postura y un gesto rígidos.
Un día, mientras trabajaba en el campo, su padre la llamó con un tono más severo de lo acostumbrado. Él estaba tieso como un alambre, y a su lado estaba una mujer. Cuando la vio por primera vez se quedó con la boca abierta. Ella era esbelta, no muy alta, y tenía el cabello larguísimo y de color miel, como los ojos. La ropa, aunque eran unos jeans comunes y corrientes, parecían elegantísimos en su figura, así como la blusa sencilla.
—¿Mande, pá? –preguntó tan pronto se sobrepuso a la primera impresión.
—Lara. –llamó su padre otra vez, pero su tono era más tierno–. Ella es la señorita Vanesa.
Parpadeó varias veces, mientras veía a la señorita Vanesa, ése era el nombre de la benefactora de toda su vida, la mujer que había pagado mucha de su ropa, juguetes, comida, parte de su educación. Pero, además de la impresión por su apariencia o el hecho de que hubiera sido su benefactora, sentía que algo tiraba de ella hacia la señorita, como si siempre hubiera esperado que fuera por ella.
—Buenas tardes. –saludó de forma educada, aunque el tono fue un poco golpeado.
—Mucho gusto, Lara. –sonrió ella.
—Lara, la señorita tiene asuntos que tratar contigo, yo me ocuparé de tus tareas. –dijo su padre y con la cabeza le indicó que acompañara a la señorita.
Ella obedeció como correspondía; haciendo una reverencia a la señorita e invitándola a acompañarla hasta que las dos se sentaran en una de las bancas que se escondían bajo las sombras de los árboles. Habían caminado en silencio, y aun así la niña sentía cómo la mirada de la señorita penetraba a través de su nuca, como si quisiera hablar con ella, preguntarle cosas, y aunque no volteaba a verla casi podía imaginarla dar brinquitos de emoción.
—Señorita, tome asiento. ¿Gusta algo de tomar? –preguntó con marcado acento.
—Por favor… no, no me llames señorita, sólo dime Vanesa. –suplicó ella con una sonrisa triste.
Lo pensó por un tiempo, su padre siempre me había dicho que tratara a todo mundo con títulos de respeto, así como de usted, pero recapacitó y pensó que sí, sí podía llamarla por su nombre y seguir tratándola de usted.
—¿Gusta algo de tomar?
—Agua, por favor. –respondió Vanesa.
Asintió y se fue poco después de que Vanesa se sentara. Lara se sentía muy incómoda a su lado, por eso el ofrecerle algo de tomar había sido la manera de alejarse un poco de ella; quería comprender todo lo que sentía, porque sabía que la señorita Vanesa era una desconocida, pero no entendería, sino hasta años más tarde, por qué se sentía más unida a ella que a su propia familia. Regresó con el vaso de agua, tardándose tanto como fuera posible sin parecer grosera.
—¿Alguna vez tu padre te ha hablado de mí? –preguntó Vanesa.