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Capítulo 12. Escape

Christian no debió olvidar que Horace Morris volvería por ella. Pero al haber vivido bajo la protección y seguridad que Rui le ofrecía la habían llevado a bajar la guardia. Horace podía ser un loco, pero era uno muy listo. No se había acercado a ella, mientras estuvo al lado de Rui, pero siempre se mantuvo al acecho, esperando la oportunidad perfecta, que de hecho apareció.

—¿Quieres comer, angelito? –se escuchó la voz burlona de Horace.

El demonio le había puesto esposas tanto en las muñecas como en los tobillos, la piel lastimada escocía, también tenía las alas expandidas y cada hueso de ellas, roto; lo que significaba que no podía plegarlas, hasta que cada hueso hubiera sanado correctamente; bien lo recordaba.

—¿Qué quieres de mí, Horace? –preguntó Christian con voz tenue, baja, levantando la mirada, hasta alcanzar la de él.

—Has crecido mucho, angelito. –le dijo, con una sonrisa, que desapareció porque ella no había bajado la mirada–. Y también has cambiado. Solías temerme.

—Antes era una niña. –dijo y luchó por liberarse de las esposas metálicas.

Y se encajó los aros metálicos en la piel de las muñecas, al hacer fuerzas para intentar liberarse.

—Y eres igual de frágil que antes. –se burló Horace.

Horace se carcajeó y nada más la rodeó, acarició las plumas plateadas en las alas de Christian, luego cerró los dedos sobre el hueso y lo volvió a romper; la mujer soltó un grito de dolor. Pero volvió a intentar soltarse, la sangre caliente empezó a escurrir de las heridas de sus muñecas por sus brazos.

—Te mataré, lo juro. –dijo ella.

De tanto esfuerzo que hizo para liberase se dislocó el hombro, y soltó otro grito de dolor, lo que provocó que Horace riera; el demonio desapareció y volvió pocos minutos después para sentarse enfrente de ella y darle de comer, mientras ella gimoteaba.

Christian comió a regañadientes, aunque sí tenía hambre. El dolor en el hombro dislocado era tan insoportable como el hueso fracturado del ala. Esperó a que Horace se fuera, ella tenía muy claro su plan.

Juntó ambas manos hasta que apretó uno de los pulgares y se mordió la cara interna de la mejilla, luego jaló su dedo pulgar, hasta dislocarlo; el sabor a hierro invadió su boca, pero la mordida había contenido el grito.

Con el pulgar dislocado, fue fácil liberarse de las esposas. Ya liberada, se ocupó de acomodarse lo mejor que pudo el hombro y el pulgar; las alas iban a requerir más atención, pero era un dolor perfectamente soportable, mientras escapaba y se ocupaba de Horace. No se iría de ahí hasta haberlo matado, haber vengado la muerte de su padre.

Cuando escuchó pasos, sabiendo que era Horace que volvía para seguirle destrozando las alas, simuló seguir prisionera y que estaba durmiendo, mientras gimoteaba. El demonio se acercó y tomó una de las alas.

Cuando Horace estuvo lo bastante cerca y confiado, Christian se arrancó rápidamente un par de plumas que se convirtieron en sus armas, delgadas y letales agujas de mental, una de ellas la clavó en el corazón del demonio, lo que lo ralentizó.

Se liberó de la esposa que le quedaba y corrió, en busca de una salida, se sentía débil, pero tenía que seguir avanzando, pegada a los muros, del oscuro pasillo. La venida del olor del aire fresco le indicó lo cerca que estaba de salir, tenía que darse prisa para que Horace no pudiera alcanzarla.

En el camino, a pesar del dolor que ya tenía por las dislocaciones y las fracturas, arrancó más plumas para invocar sus armas, el dolor era cada vez mayor según cada pluma que tomaba, pero no había otra opción si quería liberarse de Horace.

Quería volver a ver a Rui, hablar con él. Sentía que la última conversación que habían tenido había terminado mal, no solamente lo sentía, así había pasado. Aunque todavía creía que separarse de él, había sido lo mejor para los dos.

No iba a negar que tomar tal decisión y llevarla a cabo, había sido lo más difícil de todo lo que había tenido que hacer, porque al lado de Rui se sentía protegida y segura; pero en el fondo se sentía culpable de endilgarle tal responsabilidad a él, quien debería tener otros aprendices más fuertes, más capaces. No una carga, una molestia, como bien la había definido Matías, el antiguo entrenador de Rui.

—¡Angelito! –se escuchó el grito desde el fondo.

Tal llamado la hizo tratar de acelerar el paso para salir, pero la premura hizo que se tropezara, cayendo de frente, resintiendo tanto en el pulgar que se había dislocado para liberarse de las esposas, como del hombro lastimado, y las alas rotas. Lloriqueó tanto por el golpe, como por haber perdido las armas que tanto sufrimiento le habían causado cuando se quitó las plumas; pero se obligó a levantarse para seguir adelante.




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