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Capítulo Dos: Villa Constitución

“Un corazón roto, se convierte en pequeños fragmentos de cristales. Y existen tres metodologías. La primera, unirlos y sanar las heridas. La segunda, se diversifican sin poder avanzar, tratando de desaparecer para que no continúen cortando y la tercera…Escapar, es la única manera que encontramos para detener el sangrado”

Lloviznaba en una mañana húmeda y fría de junio. Joaquín, absorto, alzó la vista en dirección a la inmensa cruz que portaba la iglesia del centro de su ciudad, no precedía de donde provenía la sensación de que aparentaba ser aún más grande que de lo normal. Sentado en uno de los bancos de la plaza, la tristeza lo irrumpió y la gran puerta crujió despistando la emoción, diferenció a pocos individuos entrando y retirándose apresurados para no empaparse. Tirito en su asiento al no sostener el coraje suficiente para ingresar, le urgía contarle su decisión al párroco, pero el desasosiego lo paralizaba, no investía la valentía requerida para confesarle a lo que emprendería, abrigaba pavor al rechazo por su parte, argumentaba que ese pánico correspondía por ser huérfano. Con veintiocho años de edad, no podía superar el abandono, como si su corazón estaría roto en dos mitades, una, alojándose en un dolor dentro de su pecho y la otra, la mayoría de las veces podía disfrutar de la vida, sin nunca mantener un equilibrio pleno. El padre José lo había criado, y gracias a él tuvo una vida placentera, repleta de felicidad, pero ese obstáculo siempre punzaba, creando un fragmento que no sanaba y recordó una tardé muchos años atrás.  Ensayaba con el coro de la iglesia el Ave María. José se aproximó lentamente, afirmándose a una leve distancia. Al finalizar la última estrofa, los integrantes aplaudieron cómo era habitual, y episodio seguido, acomodaron las partituras y los saludaron amablemente excluyéndose de la capilla. Al carecer desocupada, pacífico, camino y a poco centímetros, al verle la expresión formal (suceso no habitual. Cada vez que lo oía cantar lo alababa conmovido) La postura tensa del párroco lo inquietó, algo andaba mal. Lo invito a acomodarse en uno de los bancos ubicándolo a su lado, explicándole que era momento de conversar sobre su descendencia. Joaquín no se opuso, desafortunadamente su llamada de alarma era cierta. Manteniéndose atento, el padre José, consumió determinación y encabezó la odisea. Su madre llamada Esmeralda, a la edad de diecisiete años quedo en cinta. Desesperada le anunció la noticia con una congoja inefable y sensible por el dolor de la muchacha, luego de que le descargara todas sus lágrimas, la reconfortó aconsejándole que le declare la noticia al padre de la criatura que acarreaba en su vientre. Le hizo caso y pronosticándole la noticia a Lucas, abandonándola a su suerte, optó por no responsabilizarse. Sin más remedio, la pobre muchacha tuvo que sincerarse con Don Rogelio Palacios (su abuelo materno) y Doña Helena Veltrano (su abuela materna) Una familia culta y muy adinerada de la ciudad. Don Rogelio furioso, decepcionado y avergonzado, no lo aceptó. Alejó a su hija para encubrir el embarazo, trasladándola a un campo del cuál era propietario. La mantuvo los meses restantes escondida, atendida por la gente que cuidaba la estancia. El párroco, la visitaba y transitó casi todo el período a su lado. No podía abandonar a una niña tan dulce y buena, que había decidido sin consentimiento de sus papás, hacerse cargo de su hijo, sin dictar el por qué de la medida tan repentina y sin averiguar, se alegró por la confidencia. Esmeralda, una madrugada entro en labor de parto. (Don Rogelio mantenía órdenes estrictas de que no fuese transportada al hospital cercano) El médico que residía en la casa, atendiéndola en seguida, trajo al mundo un varón fuerte y sano. Lo que no previno es el sangrado que no se detenía, y al no poseer los instrumentos solicitados, no pudo hacer nada, murió desangrada. A la mañana siguiente José fue a visitarla. No intuyó porque el dilema de llantos, hasta que aprecio el rostro pálido de Dona Helena que cargaba a una criatura, en ese mismo santiamén, sé lo concedió sin dar explicaciones y no las solicitó. Luego del episodio, la familia dio sepulcro a Esmeralda y al poco tiempo, desaparecieron sin dejar rastro. El padre José decidió honrar a la madre con el nombre elegido, Joaquín, y destinarle su apellido, Prince. En contra del arzobispo, porque no podía realizar equivalente acto, no le intereso, y haciendo caso omiso, a sabiendas de que corría con el desdén de que le quiten los hábitos, en el registro civil lo anotó. No lo desatendería, ni se lo entregaría a la policía para que una asistente social lo reubique de hogar en hogar. Se había encariñado y le debía a Esmeralda amparar al niño. Su deber fue hacerse responsable. El arzobispo al tenerle cariño, y por los argumentos aclarados por José, diciéndole que se lo había prometido a la madre (pequeña mentira que Dios le perdonaría) Lo dejo pasar con la condición de que el niño no revele abiertamente el apellido. En primera instancia, fue un shock el conocimiento de que su mamá lo quería. En la época en la se enteró de su historia, tenía la edad de trece años. Antes, no se atrevió a preguntar sobre su origen, ni el de sus progenitores. Cuándo supo el nombre de su verdadero padre, encrespó, lo reconocía, cruzándoselo millones de veces por Villa Constitución y descubrió la ternura con la que lo vislumbraba, también, varias veces cruzaron breves palabras. Lucas Almindora, un hombre corriente, trabajador humilde, con una familia compuesta de tres hijas. Juliana la mayor (actualmente dos años menor que él) Soledad y Josefina. Viudo, un año después del nacimiento de Josefina. Determinó en ese mismo segundo no alimentar ningún tipo de relación con algún miembro de la familia. Si Lucas lo rehusó antes de que naciera, no valía la pena cobijar una relación, ni siquiera, consideraba el lazo sanguíneo. Esa estirpe no preexistiría en su vida. Ahuyento la remembranza e instauró al presente. Cruzo la calle y entro tímidamente a la iglesia. Abrió grandes sus ojos, Lucas, se hallaba en la quinta fila en la punta del banco. Joaquín, impacienté tocó su entrecejo, mordió su labio inferior, asociada de media sonrisa, y congenio descifrar el coincido en el que reparaba. Estaba arrodillado, cómo suplicando perdón, velando por auxilio, limpiando sus lágrimas ¿Pensará en mi madre? Sé preguntó. Mostraba una imagen de arrepentimiento sincero, de inmediato, la pregunta se dispersó, un tipejo cómo él no poseía la capacidad suficiente para tener conciencia. Distinguió que se incorporaba perpetrando La Señal De La Cruz, mientras que amparaba a la gigantesca estatua de Jesús y dictaminó en un susurro: “Tus pecados te consumen. Ojalá Dios te perdone, porque yo nunca” Meneo su cabeza a regañadientes. Al darle la espalda, proporcionó unos pasos destinándose a localizar a José.




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