Christina estaba en su departamento la noche antes de su cita con ese francés que no se había sacado de la cabeza en todo el día.
Se había imaginado mil escenas en las que estaba casada con él. En todas, era feliz. Tan feliz como había soñado serlo desde niña.
Se levantó temprano por la mañana y comenzó con su rutina de belleza, aquella que desde joven sus tías le habían inculcado con devoción.
Sentada frente al tocador, recordó la primera vez que llegó a París. Iba nerviosa, adentrándose en un país cuyo idioma no era el suyo. Pero pensaba que no podía ser tan difícil: el francés y el español eran lenguas hermanas, ambas del latín.
Y así era… en teoría.
En la práctica, apenas entendía un uno por ciento de lo que decían.
Le habían costado dos largos años adaptarse, aprender el idioma en clases nocturnas, donde conoció por primera vez a Camile. Tiempo después, fue ella quien la ayudó a conseguir trabajo en una pastelería.
Chris llegó al local antes que todos, como de costumbre. Sus compañeros no entendían cómo podía ser tan puntual.
Ya por la tarde, Christina limpiaba las mesas después de la última clientela, cuando sonó el timbre de la puerta. Dejó de fregar y dijo sin mirar:
—Estamos cerrado.
Luego se reprochó mentalmente: «Torpe, torpe, torpe…» Por haberlo dicho en español.
Pero una voz que había rondado por su mente toda la noche respondió:
—¿Incluso para mí?
Ella levantó la vista. Allí estaba él: el guapo francés de ojos azules profundos.
—Oh. Yo… pensé que no vendrías.
Él se acercó. Iba vestido con ropa formal, como si acabara de salir del trabajo. Parecía un empresario.
—Siento llegar tarde —se disculpó, avergonzado—, dije que tomaríamos una taza de café, pero he tenido un…
—Contratiempo —lo ayudó a terminar.
Él sonrió, magnético, y se sonrojó.
—Eso mismo. ¿Ves por qué necesito una maestra de español?
«Claro, una maestra… ¿no querrás mejor una esposa? Vamos, el paquete completo», pensó ella.
—Entiendo —respondió con cautela—. Supongo que solo has venido a disculparte, ¿no?
Él llevó una mano al cuello y se rascó una picazón inexistente. Era un caballero, y estaba nervioso. Aunque no tenía otras intenciones con aquella mujer, debía admitir que era hermosa. Y distinta. Nunca había estado con alguien como ella.
Para él, Christina era como un baúl lleno de misterios que deseaba descubrir poco a poco. Nunca había conocido a una latinoamericana, y ahora la tenía frente a frente: tan real, tan vibrante, tan hermosa como las que siempre admiró en las redes.
Quizás por eso había empezado a estudiar español. No solo por el idioma, sino por todo lo que representaba: pasión, calor, vida.
Aunque, por ahora, solo quería aprender el idioma… de aquella joven y hermosa mujer.
Chris notó su silencio y se sintió incómoda. Pero él salió de sus pensamientos y añadió:
—De hecho, vengo a invitarte a dar un paseo. ¿Te gustaría?
La joven no tardó en sonreír. —Salgo en cinco minutos.
Camile, que llevaba un rato observando detrás del mostrador, se acercó, saludó al hombre con amabilidad y dijo:
—No te preocupes, yo termino todo con Paul. ¿Verdad, Paul?
El chico detrás del mostrador se encogió de hombros. —¿Oui?
Camile miró a Chris y le sonrió.
—Bien —dijo Christina—. Voy a dejar el delantal y vuelvo enseguida.
Ese “enseguida” se convirtió en una eternidad para el francés. ¿Qué tanto hacía una mujer en el baño?
Camile, con una sonrisa traviesa, le informó que Christina había pasado un buen rato allí.
Paul, Camile y Gerard esperaban sentados en una mesa. De pronto, escucharon el sonido de unos tacones marcando el ritmo. Todos volvieron la mirada hacia la mujer que salía sin delantal, con un vestido negro ajustado hasta las rodillas, el cabello recogido en una coleta alta, los ojos perfectamente delineados y los labios pintados de rojo vivo.
Era una tentación andando.
Latina que imponía respeto y elegancia.
—Lamento la tardanza —dijo, sonrojándose—. Solo fui a hacerme unos retoque. ¿Les hice esperar mucho? —en su mente, pensó: «Si con esto no te intereso más allá de una clase de español, entonces eres imposible. Pero me gustan los retos. Serás mío».
Gerard carraspeó, rompiendo el hechizo del silencio. Todos lo miraron.
—Es… creo que has tardado con gusto. Yo… estoy asombroso.
—¡Oh, qué egocéntrico! —exclamó Paul en tono burlón, y las mujeres rieron.
Ahora fue Gerard quien se puso rojo de vergüenza. Quería decir que *estaba asombrado*, pero las palabras se le enredaron.
—Creo que se refiere a que está asombrado por ti —intervino Camile—. No que él luce asombroso… ¿Es así, Gerard?
Él asintió rápidamente, aliviado de que alguien lo hubiera entendido. Le dedicó una sonrisa a Camile, quien no pudo evitar sonrojarse.
—Creo que me han entendido mal.
—Entendido —corrigió Chris, levantando una ceja, con una mirada que decía claramente: no me importa tu coqueteo con la francesa.
Los franceses bajaron la vista, avergonzados.
Gerard se aclaró la garganta y dijo, esta vez en su idioma. —Mi lady, ¿me acompaña?
Ella no miró a Camile al salir tomada del brazo con Gerard. La francesa se sintió incómoda, aunque no tenía culpa: solo había sido amable. Pero ya había aprendido en estos años conviviendo con una latina que, cuando una se enamoraba, podía volverse un poco… posesiva.
Por las calles de París, ciudad romántica por naturaleza, pasearon Gerard y Christina.
—¿A dónde me llevas? —preguntó ella.
Observó cómo su atractivo se acentuaba con gestos simples: una sonrisa, un movimiento de cabeza, una mirada profunda.
—Te llevaré a un restaurante al que suelo ir cuando no quiero cocinar —dijo, dedicándole una sonrisa. Solo para ella. Y así sería, si lograba conquistar ese corazón gris europeo.
—Confiaré en tus gustos.