A medida que Christina subía las escaleras, su ansiedad crecía. No dejaba de preguntarse si había sido correcto aceptar la propuesta de Gerard. Pero ya era tarde para arrepentirse. La función debía continuar.
—Ellos son mis padres, Chris —dijo Gerard, sacándola de su telaraña de pensamientos—, y ese par de ahí son mis hermanos con sus respectivas esposas.
—¡Gerard, hijo me da gusto que vinieras! —una rubia con un vestido color olivo se acercó a su hijo y le besó ambas mejillas—. ¿Me presentarás a la chica o debo preguntar? — cuestionó la mujer mirando a la mujer junto a su hijo con disimulo.
—Amanda, deja que nuestro hijo llegue. Asustas a la chica —bromeó un hombre de estatura imponente, cabello rubio con algunas canas que no restaban elegancia a su porte.
—Antoine, solo era una pregunta...
—Su nombre es Christina, madre —Gerard tomó la mano de su acompañante—, ella es mi novia —anunció el rubio, Christina solo sonrió, pero internamente pensaba en lo bien que se le daba la actuación a Gerard.
—Novia, eso debo verlo —intervino un hombre con rasgos similares al de Gerard, acercándose con una sonrisa burlona—. Gabriel, nuestro hermano ya tiene a alguien que soporte su mal humor.
—Gabriel, no es momento para tus comentarios inoportunos.
—Olvidaba que, al igual que Gerard, eres otro amargado —comentó Gabriel con fingida inocencia.
—¿Y dónde se conocieron? —preguntó la mujer junto a Sebastián.
—Sí, cuñado, cuéntanos —secundó una pelirroja, uniéndose a la conversación.
Gerard sabía que traer a Christina a esta cena sería complicado. Sus padres y hermanos tenían la manía de querer saberlo todo. Sus hermanos eran figuras importantes en la política francesa, ambos casados, y sus padres, dueños de uno de los viñedos más prestigiosos de Francia. Él, en cambio, tenía otras prioridades: construir su propia fortuna, crear un imperio aún mayor que el de sus progenitores. Una mujer solo le distraería.
Pero llegó Christina.
Y aunque no lo admitiera, ella era la pieza perfecta: la solución para callar a sus padres… y al mismo tiempo, una salida para ella. Un acuerdo mutuo. Nada más.
—Señores, ya pueden pasar al comedor. La cena está lista —anunció el mayordomo.
—Gracias, André. Moría de hambre —dijo Antoine, rompiendo la tensión con una sonrisa.
La familia se dirigió al comedor, excepto Antoine, que esperaba por su hijo menor.
—Gerard hijo, ¿vienes?
—Sí, en un momento papá, no tardaremos.
El hombre asintió y se marchó, dejándolos solos.
Christina respiró hondo. Aquella bienvenida había sido solo el aperitivo. Lo peor aún estaba por venir.
Sabía que Gerard no estaba cómodo. Los músculos tensos de su cuello lo delataban.
—Gerard, aún estamos a tiempo de irnos —dijo ella, bajando la voz—. Puedo llamar un taxi y volver a París. Tú no pareces convencido de esto…
—Ya es tarde Christina. No digas tonterías.
—Pues yo no me quedaré aquí aguantando tu mal humor. Me largo.
Dio media vuelta con paso firme hacia la salida. No estaba dispuesta a tolerar esa actitud fría y distante.
Gerard la tomó del brazo, deteniéndola, la hizo girar. Azul contra pardo. Ninguno cedió.
— Señor, su padre pregunta por usted. Solo esperan por ustedes para cenar —dijo André, apareciendo con discreción.
— Ya vamos, André —Gerard soltó el brazo de Christina—, vamos, Christina —extendió la mano como un gesto de caballerosidad. Ella lo ignoró por completo, pasó a su lado sin mirarlo y siguió al mayordomo. Él no tuvo más opción que seguirla.
—¿Dónde estaban? —preguntó Amanda apenas los vio tomar asiento.
—Amanda, quizás Gerard y su novia solo querían un minuto a solas —dijo Antoine, guiñándole un ojo—, adoro a mi esposa, pero a veces puede ser un poco… absorbente.
—Solo preguntaba, cielo —respondió Amanda, ignorando el comentario—, y bien Chris, háblame de ti, querida. Gerard no nos había hablado de ti.
Christina miró a Gerard, buscando una señal. Nada. Solo silencio.
— ¿Qué desea saber, Amanda? —respondió, usando el mismo tono suave y controlado de la otra mujer.
—Bueno, tu acento es peculiar. No eres de París, eso es claro, pero no logro identificar de dónde eres.
—Bueno, señora, no soy francesa.
—Interesante —intervino Antoine—. ¿Y de dónde eres, Christina? Tampoco logro deducirlo.
— Soy latina —dijo Christina con naturalidad, tomando un bocado de la comida que acababan de servirle.
—Interesante —repitió Amanda—, no tienes rasgos de Latinoamérica.
Christina soltó una risa breve, ganándose las miradas de todos.
—Bueno, soy de descendencia italiana, pero venezolana de nacimiento y corazón. Es un error creer que todos los latinos tienen tez oscura y ojos cafés. En mi país, y en muchos otros, hay una gran diversidad.
—Entiendo —dijo Antoine, suavizando el ambiente—. Gerard, ¿cómo se conocieron tú y esta encantadora chica? Hace un momento te preguntaron tus hermanos y yo, y no nos contaste nada.
—Yo les cuento —se adelantó Christina, quitándole la palabra—. Su hijo iba ocasionalmente a la panadería donde trabajaba. Quería aprender español… y así comenzó nuestra historia de amor. ¿No es así, cariño? —sonrió, mirando a Gerard con ojos brillantes.
Él procesó sus palabras. Eso no estaba en el plan, él tenía una historia preparada, pulida, creíble. Pero ya era tarde. Solo le quedó asentir.
—Qué romántico —dijo Gabriel con una sonrisa burlona—, creo que deberías quedarte el resto de la Pascua en la mansión.
—Tengo cosas que hacer en París —respondió Gerard—. Y Chris también, ¿no es así, cielo?
—Hijo, solo será un fin de semana —insistió Antoine—, linda, vamos, convéncelo.
Christina lo miró. No había preparación para esto, o había ensayo, ellos no eran pareja, no tenían un guion más allá de la cena.
Y ahora, de repente, se esperaba que interpretaran un papel de intimidad durante días.