Conquistando Al Francés

CAPITULO 7 DE PASEO EN EL VIÑEDO.

Al salir de la tienda, Christina fue directamente al estacionamiento. Llevaba un atuendo informal, una blusa amarilla de algodón con un estampado de pequeñas flores blancas, pantalones de mezclilla azul claro y tenis blancos. Su cabello castaño ondulado danzaba suelto, destacando su rostro enmarcado por dos mechones que le daban un aire más tierno.

La latina se adentró al auto y lanzó las bolsas de compras en la parte trasera, llamando la atención de Gerard. Él posó la vista en la mujer a su lado, con una ceja levantada.

—Por lo visto, trajiste muchas cosas —comentó con una media sonrisa.

—Lo necesario, cariño —respondió con sarcasmo y una linda sonrisa de suficiencia, haciendo énfasis en la palabra—, por cierto, aquí está tu tarjeta. Gracias.

Gerard tomó la tarjeta. Al hacerlo, sus dedos rozaron sin querer los nudillos de Christina, y de inmediato retiró la mano.

—No es nada Christina. Es necesario que estés cómoda estos días que te quedas conmigo en casa de mis padres.

—Sí, es cierto —secundó ella, perdiendo la vista en el camino.

El hecho de que Gerard hubiera apartado la mano apenas hubo contacto físico era una señal clara: nunca se fijaría en ella. La manera fría y repelente en que la trataba era prueba suficiente. «Solo fue educado y amable para aprender un idioma. Nunca le interesaste», le reprochó su conciencia.

—Christina —buscó su atención—. ¿Cómo es la Pascua en tu país?

La pregunta llenó de nostalgia a Christina. Hacía casi cinco años que no estaba en casa.

—Pues… Es un poco diferente. No comemos carne, salvo pescado y pollo, algunos visitan templos, otros van a la playa. Esa parte me encanta, Gerard. En mi país hay playas hermosas, con arenas blancas y muy suaves y aguas cristalinas: unas turquesas, otras azules… —en un momento dado, parecía que veía el mar ante sus ojos—, profundas… así como tus ojos.

—¿En serio? —inquirió él, mirando a una Christina sonrojada.

—¡Bu-eno! Yo… es decir, tú… ¡Ay, Gerard, tú me entendiste!

Gerard reía ante la reacción infantil de Christina, odiando admitir que era poco probable que se aburriera con esa mujer. La dualidad de su temperamento era como el día y la noche: cambiante de un momento a otro.

—No, no estoy entendiendo, Chris —sabía que a ella le gustaba molestarlo, y ahora él haría lo mismo, descubriendo lo divertido que era ponerla en esas situaciones—. ¿Crees que mis ojos sean tan lindos y profundos como el mar en tu país?

—Eres un tonto, Gerard —bufó Christina, deseando que la tierra se la tragara y no la escupiera nunca más en la vida.

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—El almuerzo estuvo delicioso. Es la primera vez que como un cordero tan rico. Tampoco había comido judías verdes.

—Pues degustarás más platillos así —dijo Gabriel, con un tinte de picardía en la voz.

—¿Ah? —musitó Chris, arrugando el ceño, confundida.

—Claro, Christina. Tu novio, o sea mi hermano, es el chef que consintió tu paladar con tan ricos sabores —Gabriel reía ante la expresión de la latina—. Cuñada, es extraño que mi hermano no te haya contado que cocina como los dioses. Hace tiempo abrió su restaurante, pero ahora está dedicado a otras cosas.

Debía salir de ese error.
— Claro, Gabriel… Nuestra primera cita como novios fue en su restaurante —escondió las manos bajo la mesa para que no notara sus nervios.

Afortunadamente, recordó que el restaurante donde Gerard la había llevado a cenar aquella noche, cuando fue a recogerla en la panadería para supuestamente comenzar las clases de español— era suyo.

—No había preparado aún cordero para ella —dijo Gerard, tratando de sonar lo menos forzado posible—, pero siempre que puedo cocino para Christina. ¿Verdad, cielo?

—Así es, cielo —respondió Christina, forzando una sonrisa—. Qué tonta soy. Debí imaginar que algo tan rico fue preparado por mi Gerard…

—Chris —interrumpió Amanda—, ya nos contaste algunas cosas de ti, de dónde vienes y cómo conociste a Gerard. Pero me gustaría saber un poco más de tu vida, querida.

Christina cruzó miradas con Gerard en busca de ayuda. No quería arruinarlo todo.

—¿Y bien, linda? —inquirió Amanda, amable, mientras tomaba una copa de vino en la mano derecha y la mecía con suavidad—, eres una chica bonita, lo sé. Pero no pareces el tipo de mujer en la que mi hijo se fijaría… No lo digo por nada malo, Chris. Tú me entiendes.ñ —rió, moviendo esa copa que ya le partía la cabeza a Christina por bruja.

El silencio invadió la mesa. Christina estaba molesta, empuñaba las manos. No había ido a ese lugar para ser humillada por una desconocida.

—Amanda —llamó Antoine, apenado por la actitud clasista de su esposa—. ¿No crees que eres algo invasiva y sobreprotectora con la muchacha?

—Bueno, señora —intervino Christina, con voz firme—. Actualmente trabajo en un hotel como recepcionista. También estoy estudiando francés.

—Ay, querida… te aconsejo poner más atención a tus clases —un comentario ofensivo más y ella misma le haría tragar la copa que, de por sí, ya la tenía mareada de tanto mecerla como si fuera una mecedora—. Y dime, linda. ¿Qué planes tienes con mi hijo? A ver, cuéntanos, todos queremos saber…

—Apenas estamos comenzando —respondió Gerard, irritado—, Christina, si ya terminaste, acompáñame. Me gustaría darte un recorrido por el viñedo. Acabo de recordar que me dijiste que deseabas conocerlo.

Terminó de hablar y se levantó de su asiento.

—Ah, sí, claro —secundó Chris, saliendo de su trance emocional—. Ya recordé.
Se despidió de sus suegros y de los cuñados con una sonrisa forzada. Gerard le tomó de la mano y ambos salieron del comedor, rumbo a la terraza frente a la piscina.

La pareja se retiró. En cuanto Antoine notó que su hijo ya no estaba, reprochó a Amanda la forma tan hosca en que había interrogado a la muchacha.

Christina recorría los campos de uva maravillada, montada en un afable caballo de pelaje café con una peculiar mancha blanca en la frente, en forma de gota.




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