Despertó sintiendo el punzante dolor en su tobillo. Removió la manta que cubría sus piernas y, al ver la benda que envolvía su pie y tobillo, las imágenes de la caída en el caballo pasaron como una película en su cabeza.
«Eso te pasa por creerte amazona, experta montando caballo». Se incorporó.
En cuanto dio el primer paso, su cuerpo experimentó una corriente de dolor que nacía desde el tobillo. —¡Carajo! —fue la expresión poco delicada que Christina usó para drenar su molestia.
—¿Qué hace levantada, señorita Christina? —cuestionó el mayordomo de la familia, entrando a la habitación.
—¿André, cierto? —señaló Christina al hombre en medio de la habitación.
— Oui, mademoiselle Christina —respondió el amable hombre—. ¿Se le ofrece algo, señorita? Gerard me pidió que atendiéramos todos sus pedidos —André dijo aquello sin ocultar una sonrisa cómplice de labios cerrados. Conocía a Gerard desde que era un niño, y eran pocas las chicas que el muchacho había presentado a sus padres. Pero Christina era otra cosa. Literalmente, esa mujer rompía el molde.
Aún no olvidaba cuando la vió bailar con su patrón usando solo una camiseta. Aquello fue un espectáculo y la cereza del postre fue ver la expresión de Gerard: sus ojos azules abiertos de par en par al ver a su padre bailar guiado por la castaña. Tuvo que morderse el labio inferior para contener la carcajada que moría por salir.
—¿Ah, sí? —estaba incrédula ante lo que aquel hombre decía de Gerard—. ¿Dónde está Gerard, André?
—Fue de pesca con sus hermanos y su padre, señorita Christina.
—Bueno, bueno. Gerard te pidió que me atendieras, ¿cierto?
—Oui —secundó el mayordomo—, aquí estaré, y...
—Para empezar, te pediré que me llames solo Christina, o Chris, como gustes. Nada de "señorita", ni "mademoiselle". Solo Christina. Entendido.
—Sí, señori... Es decir, Christina —se corrigió el sirviente, recordando el pedido de la peculiar mujer.
—Tengo ganas de salir un momento, además tengo hambre —intentó avanzar unos pasos, pero apoyar su pie lastimado en el suelo le generaba demasiado dolor.
—No debe hacer eso —dijo André, apresurado, caminando hacia un rincón de la habitación—. El doctor Robert nos sugirió una muleta o un bastón, y Gerard consiguió ambas. ¿Cuál escoge? —mostró a Christina sus dos opciones.
Parpadeó repetidas veces, viendo el bastón y las muletas. Le resultaba extraño que Gerard hiciera todas esas cosas por ella. No es que fuera una mala persona, pero sentía que estaba ocasionándole muchos problemas, y que él ya estaba perdiendo la paciencia.
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Seguía llorando y quejándose de dolor mientras él la llevaba escaleras arriba. El brusco andar del francés hacía que algunos movimientos le ocasionaran más dolor, haciéndola removerse con incomodidad en los brazos de Gerard. Por inercia, Christina aferró sus brazos alrededor del cuello de él.
—Tenías que creerte un jockey, Christina. ¿En qué diablos pensabas, mujer? —espetó el rubio como si estuviera reprendiendo a una niña pequeña.
—¡Ya no me regañes más, Gerard! Eso no ayuda ahora —estaba molesta y adolorida. No le gustaba que le hablara así. Nunca le había gustado que le hablaran con hostilidad, menos cuando ni sus padres lo hacían. Siempre fue la consentida de papá—, tus reclamos no harán que mi tobillo deje de doler, Gerard. Así que baja dos rayitas.
—Eres una niña. Además, ¿de qué rayos hablas? —dictaminó Gerard, dejándola en la cama. Se alejó, hizo una llamada y luego de unos minutos regresó con el médico—. ¿Te duele mucho? —inquirió, volviendo a la cama donde Christina sostenía su tobillo.
Ella asintió como respuesta. — No es necesario que llames a un médico, Gerard y menos que venga aquí. Puedo pedir un taxi e ir a un hospital.
—¿Escuchaste mi llamada? —no pensó que Christina entendiera su francés; su nivel no era el mejor.
Ella volvió a asentir con un movimiento de cabeza. Sabía que Gerard podía costear un médico particular, pero aun así no quería. Ya había gastado demasiado en ella.
—No seas tonta. Necesitas atención médica, Christina —refutó Gerard, irritado con la terquedad de la latina—, no está en discusión. El médico vendrá. No sabes si es una fractura.
—Ya te dije que no es necesario —refutó la castaña, cabizbaja.
Esa mujer de verdad tenía el poder de sacarlo de sus casillas. Alzó las manos, como si quisiera decir algo, pero se detuvo a meditar.
— Sabes algo —dijo al fin—, el médico estará aquí en media hora. Si quieres que te revise o no, ya es tu asunto, Christina.
Salió de la habitación azotando la puerta.
—Idiota —dijo molesta, hundiendo su rostro en una almohada para ahogar un grito de frustración—. No sé por qué acepté ayudarte, Gerard. Eres... eres un patán, engreído. Lo que tienes de guapo, lo tienes de imbécil.
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Aceptó una de las muletas que Andre amablemente le ofrecía. — Gerard no tenía que hacer esto, no era necesario —dijo, sonrojada, desviando la mirada y poniendo un mechón de su cabello castaño tras la oreja—. ¿Puedo pedirte un favor, Andre?
—Claro solo dígame, y yo me encargo del resto.
—Necesito que llames un taxi, debo volver a París.
André no entendía la petición tan repentina. No dejaba de preguntarse si la pareja de novios había tenido una pelea. Era una probabilidad muy grande. Conocía el genio que cargaba Gerard, y por lo visto esa chica era igual o peor que el hijo de sus jefes.
—Haré lo que me pide. ¿Desea algo más?
—No, con eso es suficiente, Andre. Muchas gracias.
El mayordomo le regaló una media sonrisa a la castaña, luego dio media vuelta y salió de la habitación.
Una vez sola, Christina se desparramó en la amplia cama. No quería seguir ahí, y menos así. Había aceptado el trato de Gerard, pero ese acuerdo no incluía los constantes reproches del frío francés.
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Aunque al principio había estado reacio a ir de pesca, se alegraba de haber cambiado de opinión en el último momento.