Conquistando Al Francés

CAPITULO 13 Y SI LA LUNA FUERA DE CHAMPAGNE...

Christina regresó del tocador con una copa nueva en mano y una sonrisa que no le cabía en la cara. El champán ya le había subido a la cabeza, y con cada paso, el vestido azul ondeaba como si también estuviera celebrando su pequeña rebelión.

—¡Gerard! —llamó, alzando la voz más de lo necesario, mientras se abría paso entre los invitados con la gracia torpe de quien ya no siente el suelo del todo—. ¡Mira! ¡Me hicieron amiga!

El francés, que acababa de terminar una conversación con un inversor suizo, giró con una mueca de cansancio apenas disimulada. Pero en cuanto la vio —mejillas sonrojadas, ojos brillantes, labios ligeramente manchados de champán—, su mandíbula se tensó. No de enojo. De algo más incómodo.

—Christina —dijo, acercándose con pasos firmes—. ¿Cuántas copas has tomado?

—Esta es la… tercera… o la cuarta —respondió, contando con los dedos como si fueran enemigos—. Pero no te preocupes, soldadito, aún puedo caminar sin caerme… aunque tu cara de limón me tienta a probar el suelo.

Gerard le arrebató la copa con un movimiento seco.
—No necesitas más alcohol.

—¡Oye! —protestó ella, haciendo un puchero exagerado—. Esa era *mi* copa. La que me da valor para soportarte.

—Ya tienes suficiente valor —masculló, sujetándola del codo para guiarla lejos de las miradas curiosas—. Y no necesitas más excusas para actuar como una cría.

—¿Cría? —repitió, fingiendo ofensa, pero riendo entre dientes—. Si alguien es crío aquí, eres tú. Con esa cara de “el mundo no gira si yo no lo ordeno”.

—El mundo no gira si este evento fracasa —corrigió, aunque su tono ya no era tan cortante.

—Pero *mi* mundo sí gira —dijo ella, deteniéndose de pronto y mirándolo con una intensidad que el alcohol había desinhibido—. Y gira alrededor de un francés gruñón que no sabe sonreír, pero que construye restaurantes como si fueran catedrales… y que, por alguna locura del universo, me eligió a *mí* para fingir que soy su novia.

Gerard se quedó quieto. No supo qué decir.

Christina, en cambio, siguió, ahora con la voz más baja, casi íntima:
—Y aunque sea mentira… me gusta que me mires como si fuera real.

El aire entre ellos se espesó.

Fue entonces cuando Christina, en un impulso, se tambaleó hacia adelante y apoyó la frente contra su pecho.
—Estoy un poquito mareada —confesó, como si eso explicara todo.

Gerard suspiró. Largo. Profundo. Como si llevara horas conteniendo el aliento. Luego, con una suavidad que nadie en ese salón habría creído posible, le pasó un brazo por los hombros y la atrajo contra su costado.
—Vamos. Te llevo a sentar.

—¿Me vas a cuidar? —preguntó ella, con los ojos entrecerrados, una sonrisa traviesa en los labios.

—No. Te voy a vigilar. Hay diferencia.

—Mentiroso —murmuró, apoyando la cabeza en su hombro mientras caminaban—. Si no te importara, ya me habrías dejado caer.

Gerard no respondió. Pero apretó ligeramente el brazo alrededor de ella.

•••

La sentó en un rincón discreto, lejos del bullicio, junto a una ventana que daba al jardín iluminado. Le trajo agua. Le quitó el bolso de las manos antes de que lo dejara caer. Le acomodó el cabello detrás de la oreja con un gesto tan rápido que ni él mismo pareció darse cuenta.

—No voy a vomitar —dijo Christina, como si leyera sus pensamientos—. Solo estoy… feliz.

—Ebria.

—Feliz *y* ebria. Hay diferencia.

Él se sentó a su lado, rígido al principio, pero luego se relajó, apenas.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué le dijiste a Paulette que eras mi novia?

Christina jugueteó con el borde de su copa de agua.
—Porque me dolió que no lo dijeras tú.

Gerard frunció el ceño.
—Eso no tiene sentido.

—Claro que lo tiene —dijo, mirándolo de reojo—. Siempre estás controlando todo: qué se dice, qué se muestra, quién sabe qué… Pero hoy, por una vez, *yo* decidí algo. Y fue… liberador.

—Podrías haber arruinado todo.

—¿O… —sonrió, inclinándose hacia él— podrías haberme besado de nuevo para callarme?

Gerard se puso tenso.
—Eso fue un error.

—Mmm… —Christina asintió, fingiendo solemnidad—. El mejor error que he tenido en meses.

Él la miró. Realmente la miró. Y en sus ojos, por primera vez, no había hielo. Había fuego. Contenido. Peligroso. Verdadero.

—Eres imposible —dijo, en voz baja.

—Y tú eres mío esta noche —respondió ella, con una sonrisa que ya no era fingida—. Aunque sea por contrato.

Gerard no la corrigió.

En cambio, tomó su mano —la que no sostenía el agua— y entrelazó sus dedos con los de ella, con una firmeza que no admitía réplica.

—Quédate aquí —ordenó—. No te muevas.

—¿O qué? ¿Me castigarás?

—Peor —dijo, levantándose—. Te dejaré sola con tus pensamientos. Y ya vimos lo peligrosos que son.

Christina rió, una risa cálida, genuina, que se mezcló con el murmullo de la fiesta a sus espaldas.

Y mientras Gerard se alejaba, ella se quedó mirando sus dedos entrelazados con el recuerdo de los de él, preguntándose cuánto más tendría que beber para que esa sensación no desapareciera al despertar.

Pero esta vez, no fue el champán lo que le hizo cosquillas en el estómago.

Fue la certeza de que, aunque fuera por contrato…
**él no la soltaría tan fácil**.




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