Conquistando Al Francés

CAPITULO 16 DE REGRESO A PARÍS.

Hora y media era el tiempo aproximado para regresar a París, aunque para Christina ese vuelo parecía de diez horas. La tensión entre ella y Gerard había sido abismalmente enorme cuando regresó de aquel paseo con John. El francés la esperaba en su habitación.

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Al entrar y verlo sentado ahí, le dio un brinco, llevando las manos al pecho en un vano intento por calmar los fuertes latidos de su acelerado corazón. —¡Gerard, me asustaste! —prorrumpió Christina, tratando de normalizar su respiración. Dejó su bolsa en la mesita junto a la puerta y cruzó los brazos. El recuerdo de lo ocurrido en el restaurante despertó el enojo que creyó haber abandonado en el mar—. ¿Qué haces aquí? Pensé que pasarías tu día junto a tu amiga… Paulette era su nombre, si mal recuerdo —dijo la latina, fingiendo desinterés.

—En efecto, así era —respondió Gerard, levantándose del mueble—. ¿Qué hiciste en todo el día con Stone? Christina, no te entiendo. Me pides ayuda y, en cuanto puedo dedicar tiempo a ti, tú simplemente desapareces —refutó Gerard en su idioma natal.

—No te preocupes…

—¿Cómo no preocuparme, Christina? —dijo Gerard, acercándose a la castaña—. Tu caso es serio, y no veo que lo tomes muy en serio. ¿Sabías que podías ser reportada, pequeña imprudente? —espetó con furia en sus palabras.

—¡Sí me preocupa, señor francés, y más de lo que tú crees! —gritó la latina, perdiendo la compostura ante las falsas acusaciones y, por demás, injustas de Gerard. A ella más que a nadie le preocupaba su situación—. ¡No digas que no me importa, maldita sea! Claro que me importa: mi hermano menor tiene cáncer, y si yo soy devuelta a mi país, no podré costear sus medicamentos y demás. Así que no digas que no me importa. ¡Claro que sí me importa, y mucho! —Temblaba ligeramente ante lo dicho por Gerard.

—Christina…

—Y para tu información, sí fui al bendito restaurante. S-solo que no quise interrumpirte, Gerard. Tú y esa chica parecían estar muy bien… solo los dos, solos.

—Mañana nuestro vuelo sale a las ocho de la mañana. Christina, espero estés lista.

Gerard solo recibió un asentimiento de parte de la castaña. Luego de dar aquella información, salió de la habitación, dejándola sola.

En cuanto Gerard se marchó, se tiró a lo largo del amplio sofá, dejando sus pies descalzos. Luego de un par de minutos, se hizo un ovillo, abrazándose a sus piernas en posición fetal.
—No debiste contar lo de Edward, Christina. ¿Por qué abriste la bocota? —se lamentaba una arrepentida Christina, hablando por irse de lengua suelta—. Y como si con eso no bastara, le dices que lo viste en el restaurante con esa mujer… y, no contenta con eso, lo haces con el tono de novia celosa.

Luego del arrepentimiento por sus arrebatos emocionales, tomó uno de los cojines para abrazarlo y quedarse dormida.

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Le tomó del hombro para moverla con la intención de despertarla, pero antes de hacerlo quedó un momento perdido en la belleza de la castaña a su lado. Sus pestañas eran largas y rizadas sin necesidad de maquillaje; sus labios pequeños y rosados eran armoniosos como el resto de su rostro.

Christina era hermosa. Él no podía tapar el sol con un dedo. Sabía que había pasado los límites que él mismo había puesto. Fue el primero en cruzar la línea. Debía haberla dejado en su habitación y marcharse. Pero no. En cambio, se quedó… e hizo suya a su novia por contrato.

—Allez, Christina, réveille-toi —musitó Gerard, moviendo el hombro de la castaña.

—Quiero seguir durmiendo —refutó Christina, adormilada. La casita odiaba ser despertada.

—Ya hemos llegado, duendecillo holgazán —susurró Gerard al oído de su acompañante.

—¡¿Por qué no me dijiste?! —dijo Christina, despertando de una manera poco sutil. En su abrupto despertar, golpeó la nariz del rubio con su cabeza. Luego de un «auch» del francés, la latina cayó en cuenta de lo que había hecho—. Lo siento, lo siento de verdad, yo…

—Silence —dijo él, volviendo a tomar el hombro de la castaña. Entendía que era un acto reflejo al despertar—. Estoy bien. No pasa nada.

—Está bien, pero de verdad lo siento…

—Ya, Christina, mujer. No pasó nada —dijo el francés, poniendo los ojos en blanco. El sentido de culpa del duendecillo era otra cosa. Aunque, en el fondo, aquel comportamiento despertaba en él una ternura que nunca había experimentado con otra mujer… o por lo menos, no lo recordaba—. Ya podemos irnos. Christina, toma tus cosas.

—Sí.

Tomó su bolsa de mano. Ya su aventura en Saint-Tropez había terminado. De nuevo en París, solo esperaba que el mar se llevara su mala energía y que, de ahora en adelante, todo saliera bien para ella. Para ella, esa hora que estuvo despierta junto a Gerard fue eterna. Agradecía al cielo poder conciliar el sueño un momento y no pensar en nada más.

•••

Al llegar a casa, fue recibida por su pequeño Oliver. El felino, al ver a la castaña, se frotó en sus piernas. Tomó al siamés en sus brazos, y el pequeño ronroneaba de gusto.

Metió la maleta, cerró la puerta y se echó con su gatito al sillón.
—Tengo que contarte cosas, Oli —dijo Christina, acariciando el lomo del pequeño animal—. Hice cosas estúpidas en Saint-Tropez.

Ya sabía lo que ella y Gerard habían hecho esa noche. No lo recordaba todo con exactitud, pero las pocas imágenes que tenía con claridad en su cabeza le mostraban lo sucedido, y no era muy difícil imaginar el resto. Sus mejillas se colorearon de rosa al caer en cuenta de que le había dado esa primera vez a Gerard.

Había tenido varios novios, pero ninguna relación pasó de los seis meses, a excepción de su primer noviazgo, que duró dos años. Ella quería entregarse a una única persona. Era anticuada y cursi en su manera de pensar, pero Christina tenía aquel sueño oculto. Aunque por fuera tuviera una personalidad atrevida, internamente era sensible, tímida y reservada. Por eso guardaba muy bien su vida privada con recelo.




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