Dulce… azúcar, enorme y chocolatoso. Anhelaba Christina con suma urgencia. Entraba a su departamento con una caja rosa llena de pastelitos rellenos de ganache de chocolate y crema pastelera, con un toque especial de mermelada de fresas.
—Luego de una lección de francés, es hora de un rico postre mientras estudias un poco…
—La glucosa no es buena elección si lo que quieres es estudiar.
—¡¿Qué carrizos haces aquí?!
Del susto, sus bolsas de víveres cayeron una segunda ocasión. La preciada caja de pastelitos también había caído, abriéndose y tirando los dulces al suelo.
De inmediato se agachó para recoger todo el desastre. De no hacerlo, las hormigas no tardarían en invadir su departamento. Chris metió los pastelitos de nuevo en la caja. La mano de Gerard se posó encima de la suya. Miró fijo a la furiosa latina y dijo:
—No puedes comerte esto…
Lo dicho por el rubio hizo que Christina inflara sus mejillas cual ardilla. La castaña soltó un bufido de frustración. —No eran baratos —musitó, mirando el desastre de los pastelitos y los víveres.
Frunció el ceño ante la expresión infantil de Christina. Sus ojos no podían dejar de apreciar la mohína que hacía la latina por esos dulces. Esa mujer, con comportamiento peculiar, era muy dramática para su gusto. No eran para nada compatibles. Pero… ¿por qué no podía dejar de mirarla? Atribuía aquella efímera atracción a que, aunque no fuera su tipo, no podía negar que era una mujer atractiva.
—¡Gerard! —prorrumpió la castaña, sacando al francés de su burbuja de pensamientos.
—¿Por qué gritas? —refutó Gerard con brusquedad, poniéndose de pie. Internamente, agradecido de que aquel grito, sin darse cuenta, lo había puesto muy cerca del rostro de Christina. Tan cerca que podía oler el champú de fresas en su pelo.
—¿No me dirás nada? —cuestionó Christina, cruzando los brazos—. Bien, señor invasor: si no me dices qué haces aquí, le diré a la casera que ya no te deje entrar porque eres un acosador…
—Tais-toi, petit lutin —dijo Gerard, frustrado, llevando su mano izquierda a la cabeza mientras la otra iba a su cadera. En cualquier momento surgiría una jaqueca marca «Christina Ávalos», certificada.
—¡A mí no me callas, tonto… grosero, atrevido! —refunfuñó la castaña, dejando sus compras en la pequeña isla de la cocina, arreglando todo para que no volvieran a caer. Ya era la segunda vez, y temía que algo estuviera roto.
El rostro de Gerard era todo un poema digno de admirar… si a uno le gustaba la poesía escrita con ceño fruncido y mirada asesina.
—Haré como si no escuché… —hizo como si estuviera limpiando alguna mancha invisible de su camisa—. Nos veremos más seguido de lo que crees.
Calló en cuanto Christina se acercó.
Ella se acercaba a Gerard buscando respuesta. No entendía nada de lo que aquel lunático y controlador francés quería decir. Christina no estaba para acertijos; solo quería que Gerard hablara de una vez y dejara los parloteos que ya la tenían bastante exasperada. No había sido un día fácil, y el rubio en su departamento era la (guinda) del pastel.
—Solo habla. Tengo cosas que hacer, señor acosador.
«Muy bien, Gerard. Ya estás aquí. Solo dile qué haces aquí. ¿Total, no debe ser tan malo… o sí?». Tenía una discusión en su cabeza, debatiendo si hablar con Christina sobre lo que iba a hacer para ayudarla.
—¿Y bien, Gerard? ¿Hablarás, o el gato te comió la lengua? —volvió Christina a preguntar, impaciente. No permitiría que el francés siguiera haciendo con ella lo que quisiera.
—Te tengo un trato…
—Diré paso esta vez, Gerard —se adelantó Christina a responder. Para ella, ya era mucho ser su novia falsa. Estaba completamente segura de que el francés era el único que ganaba.
—El trato era que puedo preparar más pastelitos para compensar los que se arruinaron. Pero si no quieres…
—¡Andando! —interrumpió Christina, cambiando de opinión. Tomó a Gerard de las manos y lo arrastró a la cocina. Tomó el delantal y se lo ató en el cuello y la cintura con una torpeza que rozaba lo deliberado. Su mirada cruzó fugazmente con la de Gerard. De inmediato desvió el rostro. Mirar ese par de lagunas azules hacía que Christina perdiera el control de lo que hacía y decía. Ya tenía claro que no podía permitir ese tipo de cosas con el arisco francés. Esto le hacía daño. Había momentos en los que creía poder tener algo… pero eso solo la hería más.
—¿Eso es un sí? —arguyó Gerard, ajustando mejor el delantal que la castaña, con torpeza, le había colocado.
—Oui, monsieur —secundó la latina con coquetería, guiñando un ojo al francés—, y si no es mucha molestia, también los quiero rellenos. Mi cocina no tiene tantos ingredientes, pero iré por chocolate. Ya vuelvo. No te muevas de ahí.
La latina agarró sus cosas y, acto seguido, salió del departamento, dejando solo al francés.
Gerard, al estar solo, fue a lavar sus manos y buscar lo necesario para preparar los dichosos pastelitos que había prometido. La idea de ir a ver a Christina era hablar sobre el pacto de pareja… pero no fue capaz de hacerlo. Por un segundo, fue posible que necesitara un poco más de tiempo para darle esa noticia. Necesitaba procesarlo un poco más antes de hacer que Christina firmara el acuerdo.
•••
Había llegado a la tienda. Ya tenía el chocolate y estaba a punto de pagar. Luego, al salir, su teléfono timbró. Resultó ser un mensaje de texto de su jefe.
Luego de leerlo varias veces, terminó asimilando lo que allí decía. Estaba siendo despedida. El buen humor que traía se había evaporado. Para Christina fue inevitable que sus ojos no se llenaran de lágrimas. Cuando creía que el panorama estaba mejorando, algo así pasaba y desbarataba sus ánimos, arruinando sus metas.
Así no podía ir a casa. No quería que Gerard la viera en ese estado. Caminaba sin rumbo alguno, de manera mecánica. Ella no sabía qué hacer.
—Quelque chose ne va pas, Christina? —cuestionó una singular voz femenina, conocida por la latina.