Leía una y otra vez el documento que Gerard había dejado en su departamento. En efecto, lo que Gerard le ofrecía le ayudaba demasiado.
Una tibieza en sus piernas la hizo volver a la realidad. Acariciaba al siamés, que ronroneaba complacido con los mimos de Christina. La castaña jugaba con el bolígrafo, indecisa de aceptar o no este singular trato.
—Oliver, estoy a punto de hacer algo estupendo, algo de lo que podría arrepentirme en un futuro —dejó el bolígrafo y tomó al felino con ambos brazos como si fuera un pequeño—. Eres mi compañero, amiguito, y solo nos tenemos tú y yo.
El gato soltó un maullido mientras se frotaba en el pecho de Christina, ronroneando de gusto. La castaña puso al pequeño siamés en el suelo y volvió a tomar el bolígrafo. Tomó una bocanada de aire para luego estampar su firma en aquel documento.
—Solo espero no arrepentirme de esto, o en su defecto que no sea un desastre —cerró el documento luego de ser firmado—. Y en última instancia, que Gerard y yo no terminemos odiándonos por esta unión de mentiras.
Lo último que dijo le hizo sentir un sentimiento de vacío y amargura. Recordaba el beso de hace minutos atrás. Sus cálidos labios al fundirse con los suyos fueron un pequeño lapso donde solamente existían ellos dos. Para Christina fue como tocar las estrellas. Pero todo acabó cuando de sus labios salió que era un buen actor, dando a entender que ese beso no significaba nada para él. Y si era así, aquella noche en Saint-Tropez tampoco fue nada. Ahora que lo meditaba, quizás eso fue lo mejor.
Los recuerdos eran borrosos, pero lo suficientemente visuales para dar a entender lo que pasó esa noche. Se arrepentía de haber tomado de más. Nunca fue tomadora, y escogió la peor noche para hacerlo.
Christina notó la bandeja llena de pastelitos. Tomó uno y, en cuanto dio el primer bocado, sintió con gusto cómo la dulzura de la masa hacía un *match* perfecto con el chocolate semiamargo. No era fanática de ese tipo de chocolate, pero debía admitirlo: el chef tenía talento.
Fue al refrigerador y tomó un cartón de leche, sirviendo una cantidad generosa en un vaso de cristal. Colocó la bandeja frente a ella para comer un poco más de los dulces exquisitos que preparó el amargado francés.
—Trae un genio del demonio, un temperamento de ogro, pero… prepara cosas increíblemente deliciosas —«si así cocina, no veo tan loco vivir juntos»—. Gerard Dumont es un diez cerrado y perfecto, como diría mi madre: “vas al cielo y vas llorando, Christina”.
Soltó Christina, imitando el tono de voz de su madre.
Luego de recordar a su madre, la mente de la castaña quedó llena de nostalgia. Por un momento se preguntó: ¿en realidad valía la pena seguir en Francia? Su apetito se había acabado de pronto. De hecho, tenía ganas de devolver los pastelitos y la leche. Tenía náuseas.
—Mejor guardo todo esto y me voy a dormir.
Se levantó, ordenó la cocina, limpió lo que Gerard había usado y, por último, guardó sus compras.
Tomó una ducha caliente y se metió a la cama. Era consciente de que aquello no significaba gran cosa. Aunque ahora viviría con Gerard, seguramente nada cambiaría y todo seguiría igual.
Luego de dar vueltas en la cama, las arcadas fueron insoportables. De una patada, la castaña se quitó las cobijas para ir al baño y devolver lo que había comido.
En un intento de sentirse mejor, lavó sus dientes y su rostro. Estaba agotada, aunque al menos el malestar se fue.
—Seguramente Gerard puso algo en los pasteles para hacer que me sintiera mal —con ese infantil pensamiento, Christina volvió a la cama para arroparse de pies a cabeza, rogando por dormirse y ya no tener más esas molestas náuseas.
•••
La cena de despedida de John sería el fin de semana. Su esposo le había dicho que quería algo reservado y sin tanto protocolo. Según Antoine, el norteamericano era una persona sencilla a pesar de gozar de un alto nivel social y económico.
—Patrañas —pensó Amanda en voz alta. En su hogar, la palabra *sencillo* no tenía lugar.
—Señora, alguien desea verla…
—¿Quién? —emperó la altiva mujer, cerrando su laptop y prestando atención al mayordomo.
—La señorita Robert —contestó el amable mayordomo.
Una idea pasó por la maliciosa mente de la elegante mujer de ojos verdes, arqueando sus labios rojos en una sonrisa.
—¿Qué esperas, André?
—Sí, señora, enseguida.
El hombre salió, y minutos después una rubia de traje color beige y cabello suelto con ondas perfectas —que se movían al ritmo de su andar— dijo:
—Bonjour, chère Amanda.
—Bonjour, Paulette.
Ambos besos en ambas mejillas. Paulette hizo el mismo gesto de saludo con la mujer de ojos de bosque.
—Tu visita es una grata sorpresa, Paulette —dijo Amanda, tomando asiento en el amplio sillón de color marfil—. Pero dime, cielo, ¿a qué debo tu visita? —indagaba la rubia mayor con interés en la respuesta de Paulette. Dependiendo de la contestación, Amanda pondría en marcha su plan.
—Bueno, tenía cosas que hacer y, casualidad, estaba muy cerca del viñedo. Entonces dije: “Paulette, nunca es mal momento para degustar un buen vino de la familia Dumont”.
—Sabes que eres bienvenida, Paulette. Tú me agradas. Siempre me has agradado. No sé por qué no pasó nunca nada entre mi Gerard y tú. Ambos son perfectos el uno para el otro —decía Amanda, juntando sus manos con ensoñación al imaginar lo que pudo ser.
—Bueno, nadie manda en los sentimientos de los demás. Además, Gerard ya tiene pareja y…
—¡Ay, querida, no me hables de aquella chica! —dijo Amanda de manera exagerada—. Esa mujer no me agrada para mi hijo.
Lo dicho por Amanda despertó en Paulette el interés en indagar un poco más. Posiblemente, la madre de Gerard sería la pieza necesaria para deshacerse de aquella mujercita que tenía en su camino.
—¿Hablamos de Christina? —inquirió Paulette, como quien no quiere la cosa, fingiendo desinterés en la castaña para no ser obvia en lo poco y nada que era de su agrado la novia de Gerard—. Particularmente, no veo nada de malo en la chica.