Gerard, aunque no lo decía en voz alta, estaba preocupado por su falsa novia. En la última hora, Christina había ido al baño tres veces. Mientras conducía por la carretera que los llevaba al viñedo de sus padres a unas horas de París, no podía dejar de preguntarse qué demonios había comido para sentirse tan mal del estómago.
Pero más que la comida, lo que lo tenía tenso era su aspecto: pálido, ojeroso, con esa expresión de “socorro, me muero” que le daba ganas de dar la vuelta y llevarla directo a un hospital.
—¿Segura de que te encuentras bien? —preguntó, sin quitar los ojos del camino ni las manos del volante.
Christina rodó los ojos. Por enésima vez. Ese francés ya sonaba como un periquito con complejo de enfermero.
—Sí, Gerard. Te lo he dicho mil veces: estoy *perfecta*.
Apoyó el brazo en la puerta del coche y usó su propio codo como almohada. Estaba agotada. Con esos mareos repentinos, el viaje al viñedo se le antojaba una odisea interminable.
—Empiezo a dudar que traerte haya sido buena idea —confesó él, impaciente—, en serio, Christina, lo último que quiero es que te enfermes en medio de la nada.
—Ah, claro —replicó ella con una sonrisa socarrona—. ¿Gerard jugando a ser enfermero? Me muero… de risa.
Él le lanzó una mirada que decía claramente “no me hagas reír, no es gracioso” y volvió la vista al camino. Con Christina y su sarcasmo, terminarían estrellándose, y el titular del día sería: “Sudamericana y francés mueren en extraño accidente… provocado por ella”.
—Mejor no digo lo que pienso —murmuró—. Y, por cierto, te ves horrible.
Ella se pasó una mano por el cabello, como si eso fuera a arreglar algo.
De pronto, el coche frenó en seco. Gracias al cinturón de seguridad, Christina no salió disparada contra el parabrisas —lo que habría terminado en un bonito chichón en la frente.
Alarmada, miró a Gerard. Tenía la mandíbula apretada y una mueca de asco en el rostro.
—Ay, Christina… —dijo, con una voz que le erizó los pelos de la nuca. Pensó en infarto. En apoplejía. En cualquier cosa menos en lo que venía.
—Creo que voy a…
Y sin más preámbulos, se desabrochó el cinturón, abrió la puerta y vomitó en la cuneta lo último que había comido horas atrás.
Cuando regresó, cerró la puerta con un gesto de profunda indignación.
—He vomitado tres veces en toda mi vida… y las tres han sido por culpa de algo que comí contigo. ¿Qué rayos cenamos?
—¿Ahora quién se ve mal, eh? —rió Christina, disfrutando un poco demasiado del malestar ajeno—, apuesto a que fue el guiso de las empanadas.
—Mi guiso no fue —dijo él, ofendido en su alma de chef.
—¿Y cómo estás tan seguro? —preguntó, alzando una ceja con escepticismo.
—Porque mi comida es perfecta.
Christina tomó aire profundamente. «No lo golpees, no lo golpees. Aunque se lo merezca».
—Necesitas un poco de humildad.
—Ya te tengo a ti, querida.
Se miraron y, contra todo pronóstico, sonrieron con una ironía cómplice.
«Estúpido y perfecto francés», pensó ella.
*“Si no fueras tan… tú, no te dejaría hacerme esto”*, reflexionó él.
Christina cerró los ojos, decidida a dormir hasta que el viaje terminara. Pero no pasaron ni veinte minutos cuando el coche se detuvo de nuevo.
—¿Vas a vomitar otra vez, Gerardo?
—No me llames así —dijo, con una mueca—, y ahora, por favor, bájate.
Ella abrió los ojos y sonrió con sorna.
—Tan delicado, mi novio…
Bajó del auto y se dio cuenta de que estaban frente a un hospital.
—Te dije que no era necesario venir aquí —protestó.
—Eso pensaba antes de que yo también empezara a vomitar —respondió él, ya marcando un número en su teléfono—, mientras dormías, llamé a mi tía. Es doctora. Te va a atender.
—¿Y tú?
El silencio de Gerard fue respuesta suficiente.
—Ah, entiendo. Vete de una vez.
—Es importante, Chris —dijo, esta vez con un dejo de suavidad—. Y no quiero que te sientas mal por dejarte. Pero tú tampoco estás en condiciones para seguir el viaje.
—Esto es tan estúpido, Gerard —replicó, furiosa—. ¡Tú también te sientes mal! Pero claro, tu trabajo siempre primero, ¿verdad?
—Qué bueno que lo hayas entendido todo —dijo él, con una seguridad que rozaba la arrogancia—. Debo irme. Alguien vendrá por ti en cuanto te hayan revisado.
—Solo lárgate —espetó ella, dándole la espalda.
Quería que cambiara de opinión. Que dijera «olvida el trabajo, me quedo contigo».
Pero no pasó nada.
Y mientras veía su coche alejarse por la carretera, las lágrimas que había estado conteniendo se desbordaron.
—Christina, ¿cierto? —dijo una voz femenina a su espalda.
Se dio la vuelta, limpiándose las mejillas con el dorso de la mano, pero sin perder del todo su actitud.
—La misma que canta y baila —respondió, con una sonrisa forzada—. ¿Usted es?
—Daphne —se presentó la mujer, con una bata blanca, el cabello miel en ondas suaves y unos ojos avellana tras unos lentes redondos de aire bohemio—. Mi sobrino me llamó. Dijo que estarías aquí.
—Estoy bien —dijo Christina, cruzándose de brazos como si eso la protegiera del mundo.
—Claro, Christine —dijo Daphne, con una sonrisa traviesa—. Vamos a probarle a mi sobrino que estás perfecta… como para “cantar y bailar”, ¿eh?
Christina no pudo evitar reír. ¿Cómo no hacerle caso a una mujer que, en menos de un minuto, ya entendía su lenguaje?
—Claro, sí. Ah, y mi nombre es con “a”. Gracias. Eso es todo.
Daphne la miró con una ternura que la hizo sentir… vista. No juzgada. Solo vista.
—Bien, *Christina con “a”*. Mi sobrino es un dramático. Siempre lo ha sido. Y, bueno… no me queda más remedio que quererlo así.
Christina tenía el rostro pálido, y Daphne lo notó. Pero antes de insistir con los exámenes, decidió ganarse su confianza.
—No me lo diga —dijo Christina—. Lo vivo a diario.