Conquistando Al Francés

CAPITULO 23 UN FRANCÉS EN EL CARIBE.

Ella lo veía. Su vista no le estaba haciendo una treta: era él. Lentamente se acercaba a la castaña, y con cada paso el corazón de Christina latía con mayor intensidad.

—¿Q-qué ha-ces aquí? —arguyó ella, incrédula ante la sorpresa y la estupefacción de ver allí a Gerard.

—Yo pregunto lo mismo, Chris —se acercaba a paso lento. Aún no entendía qué hacía ahí Christina… y él, mucho menos. Nunca fue impulsivo; todo lo contrario: siempre fue metódico, analítico y, según conocidos, un poco frío y repelente.

Ya no reconocía muchas de sus acciones. Últimamente se dejaba llevar. Atribuía aquellos ataques de espontaneidad a la pequeña castaña frente a él.

——♡——

No entendía cómo cabía tanta desobediencia y terquedad en un cuerpo tan menudo. Aquel duendecillo últimamente tenía como pasatiempo favorito retar su paciencia. Apenas puso un pie en el recinto, la sensación de ansiedad —el olor a hospital le generaba jaqueca— lo hizo desear haber traído su paraguas de emergencia… o un abogado.

—Esta vez no habrá explicaciones que te salven, Christina —masculló, arrastrando las palabras como si cada una le costara un riñón.

Su tía le había dicho que la señorita que había traído ya se había marchado. Se molestó: ¡ella debía retenerla ahí! Llegó al consultorio, tocó un par de veces, recibió autorización de entrada, abrió la puerta e hizo lo propio: abordar a su familiar, quejándose por dejar ir al duendecillo obstinado.

—¿Qué podía hacer? —inquirió Daphne, encogiéndose de hombros.

—¡Lo que sea! —refutó Gerard, poniendo ambas manos sobre el ordenado escritorio de la doctora—. ¡Mide menos de un metro sesenta, tía Daphne! ¿En serio no pudiste contener a una mujer que pesa menos que mi maletín de viaje?

—¡Gerard Dumont! —prorrumpió la mujer de cabello rizado, frunciendo el ceño—. ¿Pretendes que tenga a esa chica aquí retenida contra su voluntad? —cuestionó, asombrada no solo por lo absurdo que sonaba, sino porque esas locuras venían de *Gerard*. Sí, *ese* Gerard: su sobrino más desapegado, frío y, hasta hace una semana, convencido de que el amor era una pérdida de tiempo productivo.

—Debía esperarme —gruñó él, llevando sus manos a sus doradas hebras y alborotándolas un poco. Bajó las manos al rostro, frotándoselo con evidente molestia—. ¿Por qué demonios todo lo que toco últimamente termina en caos?

—Escucha, guapo —dijo Daphne con picardía e ironía, aunque no podía ocultar su felicidad—. En lugar de estar aquí reprochando por qué no retuve a tu novia, ve por tu Julieta. Romeo, quizás la alcances si te das prisa.

Salió del hospital. Daphne tenía razón: solo estaba perdiendo el tiempo interrogándola. Era obvio que ella no iba a decirle nada útil… aunque, en su defensa, ¿quién podía resistirse a esa mirada de cachorro mojado que ponía Christina cuando quería algo?

Llegó a la conclusión de que Christina no tenía opción. Fue a su departamento. En el camino llamaba… aunque todo era inútil: la terca castaña no respondía. En su departamento no había nada más que el habitual silencio de siempre. No había nada: sus cosas no estaban ahí, ni siquiera su gato. *¿Hasta el gato la traicionó?*, pensó con amargura.

Sacó su teléfono. Si Daphne no daría respuesta, había alguien que sí las daría. Luego de timbrar tres veces, la llamada fue atendida.

—Señor Dumont…

—¿Dónde está Christina? —cuestionó Gerard, haciendo a un lado el protocolo de cortesía como si fuera un traje arrugado que ya no le servía.

—Señor, ella me pidió…

—No me interesa, Thomas —interrumpió Gerard, perdiendo la paciencia. No estaba para ese tipo de tonterías—. Solo dime dónde está. Es lo único que te pido.

Escuchó a Thomas suspirar de manera sonora. No tenía tiempo. Solo quería una respuesta… que, al parecer, nadie era capaz de darle. ¿Qué tenía Christina que era capaz de ganarse a todos? Se preguntaba, mientras esperaba que su chófer se dignara a darle el paradero de su “falsa novia”… aunque, francamente, ya no sabía qué era falso y qué era real.

—Dejé a la señorita en el aeropuerto. Dijo que debía irse…

—¡¿Irse a dónde?! —prorrumpió Gerard, entendiendo cada vez menos lo que Thomas decía.

—A casa, señor. Fue lo que la señorita Christina dijo.

Al escuchar aquello, Gerard finalizó la llamada. Si antes no entendía, ahora menos. ¿Qué había pasado? ¿Todo el esfuerzo que se había hecho para que Christina estuviera legal en París… a dónde había ido todo aquello? Se levantó como un resorte. Las cosas no se quedarían así. Así tuviera que ir al otro lado del mundo —y, por lo visto, ya estaba a medio camino—, lo haría. Pero ella iba a darle una explicación. Como diera lugar.

——♡——

—Gerard, te hice una pregunta —tomó todo de ella articular aquellas cinco simples palabras. No podía salir de su estupefacción.

Creyó que no lo volvería a ver nunca más. Tenía las manos heladas y temblorosas.

—Yo estoy aquí por ti, Chris…

—¡No mientas! —soltó, perdiendo los estribos. Ese iceberg la desestabilizaba, y ahora con ese tren de hormonas que no la dejaban tranquila últimamente…—. No tienes nada que hacer aquí. Te libero de nuestro trato. Decidí volver a mi país.

—¿Por qué haces esto, Christina? —arguyó, acercándose más. No entendía nada de lo que pasaba por la mente de aquel duendecillo bipolar. *¿Acaso tenía un manual de instrucciones que él no había leído?*

—Ya no importa, Gerard. Te repito: eres libre de hacer lo que quieras.

Se dio media vuelta. Iría por sus cosas. No imaginaba que él, el amargado francés, le daría la vuelta al mundo solo para pedirle explicaciones. Sus pasos fueron detenidos con brusquedad. Al levantar la mirada, se encontró con un par de profundos y gélidos ojos azules que la miraban decididos.

—Suéltame.

—No.

—No hagas las cosas más difíciles, Gerard.

—¿O si no qué? —dijo de manera retadora, acercando más el cuerpo de Christina al suyo.

—Gritaré.




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